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El día del ataque al Capitolio, Jake Tapper (presentador de CNN) se enlazó en vivo con un corresponsal en Washington que le describió las escenas de caos que protagonizaban los seguidores de Trump. Tan sorprendido estaba Tapper con el relato que no dudó en decir al aire que se sentía como hablando con un corresponsal “no sé… en Bogotá”.
Los hechos no son para menos, pero la manifestación violenta contra la democracia es un desenlace previsible de la forma de gobierno que el propio Trump y su partido edificaron durante los últimos cuatro años. No hace falta realmente mirar hacia Bogotá para comprender el suceso. Basta con entender el tipo de líder que Trump representa en la sociedad estadounidense y el mecanismo con el que se ganó la confianza de los ciudadanos.
Según el sociólogo alemán Max Weber (referente de la ciencia política), el Estado es una forma de asociación política que se sostiene a través del monopolio de la violencia legítima. Para Weber, la legitimación de ese poder de dominación se puede obtener por tres vías: la tradicional, que se deriva del respeto por las tradiciones y costumbres; la de la legalidad, que proviene de la obediencia y validez de la ley, y la del carisma. Weber describe esta última como “la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee”.
Trump es el ejemplo de un líder que consolidó su legitimidad por la vía del carisma y asumiendo el rol de caudillo. ¿Qué cualidades hacen al caudillo?, se pregunta Weber: “Aparte de las cualidades de la voluntad, decisivas para todo en este mundo, lo que aquí cuenta es, sobre todo, el poder del discurso demagógico”.
¿En qué radica dicho poder? Ante todo, reconoce Weber, en el uso de medios emocionales para mover a las masas. Si los 75 millones de votos que recibió Trump en las elecciones pasadas no son prueba suficiente del poder de su discurso demagógico, el ataque al Capitolio sí que lo es.
Lo dramático de la situación no es que Trump sea un líder carismático, sino que el modelo de gobierno que él legitimó entre sus seguidores, justamente por la vía del carisma, está absolutamente desconectado de la realidad y la democracia.
En ninguna parte dice Weber que el caudillo tenga que decir la verdad. Lo que tiene que hacer es evocar la emotividad de las masas, y sus posibilidades se expanden si para ello emplea el abanico infinito de recursos persuasivos que le brindan las mentiras.
Las mentiras de Trump son tan cercanas a los valores y emociones de su base de seguidores, que no suscitan entre ellos la más leve objeción. Ejercer la violencia contra el Capitolio adquirió para ellos una connotación patriótica, casi como si fuera un acto de defensa del Estado y la democracia.
El político de vocación, agrega Weber, se halla ante el reto de concebir la violencia como instrumento de dominación y de equilibrar la pasión con un sentido agudo de la responsabilidad y la proporción. Trump volcó por completo su acción política sobre la pasión sin el más ligero sentido de la responsabilidad y la proporción. Su legitimidad se le salió de las manos cuando incitó a sus seguidores a utilizar violencia en nombre del Estado, pero resulta que ninguno de esos “patriotas” que invadieron en Capitolio, por más armas y banderas que llevaran, tenía la potestad legal para ejercer la fuerza en nombre de ese Estado democrático que creía estar defendiendo.