Llegué a Bogotá en el mes de julio de 1996. No recuerdo si era más frío entonces que ahora, pero lo que no se me olvida es que descubrí entonces que el clima influye en el comportamiento de la gente.
Las personas de la Costa Caribe tenemos fama de ser muy alegres, dicen que somos “de ambiente”. Pero no pasa lo mismo con las personas del interior y me refiero, en este caso, a las que son de Bogotá. Aquí en Bogotá nos tratan con indiferencia y frialdad a las personas en condición de desplazamiento. En Montería, mi tierra natal, le brindamos un plato de comida (así alguien de la familia se quede sin comer un día) a cualquier persona que toque a nuestra puerta en busca de un poco de solidaridad.
Pisé este suelo frío una tarde nublada del mes de julio. El frío cruel fue el primero en darme la bienvenida (podría decir mal venida, pero suelo tomar lo mejor de todo). Mi hermano, encargado de recogerme en el aeropuerto, estaba muy ocupado y envió en su reemplazo a su mejor amigo de entonces, Carlos, un muchacho amable que se tomó en serio su papel de anfitrión y, en su carro particular, decidió llevarme a conocer esta ciudad que se traga a toda persona que no tenga la suerte de conocer gente maravillosa, como ha sido mi caso.
Fue así como supe que aquí había más de un teatro de cine, enormes centros comerciales donde venden cosas que jamás hubiera pensado que existían (como el incienso, por ejemplo), cualquier variedad de comida chatarra en cada esquina y ricas almojábanas, edificios enormes (los que miraba con disimulo, un poco asustada) y muchas personas habitantes de la calle y desplazadas. Aprendí, además, que ir en pantalones cortos por la calle era un acto de valentía.
Pero mi descubrimiento más importante y que en definitiva cambió mi vida en esta ciudad, fue saber que existía la Corporación Colombiana de Teatro y que, además, su directora era una gran mujer defensora de los derechos de las mujeres, pero mejor aún, de los derechos de las mujeres víctimas del conflicto armado, en el país del Divino Niño. Esta mujer es Patricia Ariza, la misma que no en vano se acaba de ganar el Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos en Colombia en la categoría Toda una Vida. Premio que “busca destacar, enaltecer y reconocer la labor de hombres, mujeres, procesos, organizaciones y ONG que defienden los derechos humanos en Colombia. Como bien sabemos, el trabajo de Patricia Ariza ha estado dirigido a la defensa y a la protección de los derechos de las personas en condición de desplazamiento, pero, vuelvo y resalto, de las mujeres como víctimas principales de esta guerra sucia y todo esto desde una perspectiva artística y cultural como forma de reparación y empoderamiento de estas.
Conocí a Patricia por medio de unas amigas directoras de una ONG de DD.HH., llamada Taller de Vida, quienes me habían ofrecido su mano bondadosa para ayudarme a luchar contra el dolor y la rabia que sentía por haber perdido injustamente a mi hija Alejandra, en medio de este conflicto sanguinario. Se nos presentó la oportunidad de hacer teatro con ella, pues habíamos escuchado sobre la valiosa labor de acompañamiento a través del arte que ella hacía con las mujeres víctimas. Y trabajamos mucho e hicimos teatro sin ser actrices, nos presentamos ante un público sorprendido por la capacidad que habíamos obtenido de transformar toda esa rabia en destreza y maestría, de transformar el dolor en resistencia. Aprendí que hay muchas formas de luchar por nuestros derechos y que la mejor forma que se adapta a mis necesidades es a través del teatro y la dramaturgia.
Y sigo aquí, transformando mi dolor en resistencia y defendiendo los derechos de las colombianas que han padecido esta guerra en carne propia, ofreciendo mis ganas de contribuir al arte y a la cultura por medio de aquello que aprendí de la gran Maestra, de la altruista, vocera, defensora de las mujeres, amiga y demiurga, capaz de transformar una lágrima en arte: Patricia Ariza.
Renata Cabrales