Hagamos, antes de empezar con el desarrollo de la tesis central de esta columna, un ejercicio: pensemos en la situación que pasó en el Concejo de Medellín, donde el anterior alcalde de la ciudad usó una palabra de “grueso calibre” para responderle a un concejal del Centro Democrático.
Estando situados en esta escena y todo lo que desencadenó, me pregunto: ¿qué hubiera pasado si el hijueputazo hubiese salido de los labios de una mujer? ¡Ay, el escándalo!
El escándalo no hubiese cabido en las páginas de los periódicos de este país puritano y sobre todo de doble moral. Dado el caso de que hubiese sido una mujer y no un hombre quien hubiera empleado dicha palabra, tan común en el lenguaje colombiano, le hubiesen caído críticas de todo tipo.
Haciendo un recuento de los lugares comunes, lo primero que saldrían a decir quienes se paran desde un pedestal moral para determinar lo que está bien o mal hecho o dicho es que ese tipo de palabras no responden a las “buenas costumbres” que debe tener una mujer en la sociedad.
“Es que maltrata a la persona con quien habla”: ay, claro. Como siempre, los comentarios cuando una mujer habla en tonos que no responden a los establecidos son estos. El drama por sobre todas las cosas, donde reluce el machismo rampante y victorioso imponiéndose a través de los imaginarios colectivos de lo que debe ser y hacer una mujer.
Pero, dejando el hijueputazo de lado y centrándonos en las mujeres y sus usos discursivos y lingüísticos, si nos situamos en escenarios de poder también podemos percibir lo mismo: una coacción férrea, exagerada, exacerbada de lo que debe decir y hacer una mujer.
Los hombres, que son quienes tienen la mayoría del poder en este país, detestan sobremanera que una mujer los cuestione, les haga preguntas, les dispute el control que ejercen en sus diferentes cargos o sean su competencia. ¿Por qué?
Cuando sucede —y para ello invito al lector a que lleve a su mente una escena donde una mujer cuestionó a un hombre con poder, sea cual sea el cargo—, la respuesta siempre será invariablemente o en la mayoría de casos que ese no era el tono, la forma o el estilo “apropiado”.
Ah, pero, eso sí, cuando es un hombre el que usa palabras en diferentes escenarios se le normaliza, se le aplaude, se replica, todo se torna en risas. Cuando es un hombre el que alza la voz, se justifica porque “es quien manda”, “tenía motivos” y más argumentos vacíos por el estilo que solo corroboran que lo que realmente molesta es que una mujer se atreva a decir lo que piensa, a manifestar lo que siente.
¿Por qué será que en este país nos cuesta tanto ver las diversas formas de expresión que tienen los millones de mujeres que hay acá? ¿A qué se debe esa costumbre arcaica de que las mujeres deben manejar el tono? Dicho en otras palabras, hace referencia a que la mujer en la mayoría de los casos debe callar, porque “son ellos los que tienen el poder”.
Por esta y muchas razones más, digo y reafirmo mi postura y es que el problema, la verdadera dificultad, no es el tono. El problema, el disgusto mayor es que las mujeres en pleno siglo XXI no nos quedamos calladas ante las injusticias, ante lo que nos molesta, ante lo que nos genera incomodidad.