Que los colombianos somos violentos es una afirmación que he escuchado innumerables veces en mi vida.
Dicen, los que argumentan por nuestra naturaleza violenta, que así lo demuestra nuestra historia de guerras, nuestras cifras de violencia intrafamiliar e interpersonal, las altas tasas de homicidios, nuestro actual conflicto armado. Y no sólo refieren casos específicos de macabros acontecimientos que escucharon de un tercero; citan también a reconocidas fuentes como el Índice de Paz Mundial, donde en el 2013 aparecemos entre los cuatro países más violentos de la región.
A todos aquellos que argumentan nuestra naturaleza violenta, un llamado de claridad quiero hacerles. Los colombianos no somos violentos por naturaleza, lo que sucede es que la violencia se ha normalizado en nuestra cultura porque nunca hemos vivido un periodo de real paz, y con el paso de las generaciones la violencia se ha llegado a percibir como “natural”. Todos conocemos la historia de violencias visibles de nuestras guerras internas, partidistas y regionales; sin embargo hay otras formas de violencia, invisibles y más sutiles, que nos han martirizado desde la Conquista hasta nuestros días: la violencia estructural y la violencia cultural. Se expresa la primera en pobreza, inequidad, marcos normativos que permiten y perpetúan la concentración de tierras, y un sistema de justicia que no provee justicia, por ejemplo; la segunda tiene sus expresiones más claras en el racismo, el machismo, novelas que glorifican a los victimarios y discursos guerreristas de algunos de nuestros gobernantes.
Directa, cultural o estructural, la violencia ha sido siempre parte de nuestra historia. Es cierto, nuestros ancestros compatriotas han conocido periodo de ausencia de guerra; pero la mera ausencia de guerra sin justicia social ni relaciones sociales virtuosas es una paz superflua y es, por definición y demostración, poco duradera. La paz real —o paz positiva— es la ausencia de guerra pero en la presencia de justicia social y fraternidad.
Entender nuestra historia de conflictos armados recurrentes y nuestras altas tasas de violencia desde esta perspectiva nos permite abstraernos de la actitud derrotista en donde una determinación biológica violenta hace inútiles los intentos de vivir en paz y, más importante aún, nos permite identificar hacia dónde enfocar nuestros esfuerzos para construir un futuro mejor. Estoy convencido de que la única respuesta que permite una transformación social suficientemente revolucionara como para trascender los arraigados efectos de una larga historia de violencia es la instauración de una cultura de ‘noviolencia’.
¿Qué es sin embargo la ‘noviolencia’? Es un principio de acción que se fundamenta en tres preceptos: 1) la vida es sagrada, 2) el fin está inexorablemente ligado a los medios, y 3) existe una interdependencia entre todos los seres vivos, o lo que es decir, todos estamos conectados. En base a estos su accionar se caracteriza por el principio de reverencia por la vida, que incluye el respeto por la humanidad del otro y la práctica de la benevolencia; y el coraje para estar dispuesto a resistir dificultades como mecanismo “para convertir al oponente y abrir sus oídos, que están de lo contrario cerrados a la voz de la razón”, como dijo Gandhi.
De lo anterior se desprenden tres conclusiones principalmente relevantes para nuestro contexto global de cambio: 1) combatir violencia con violencia es un juego de suma cero; 2) los enemigos no son las personas sino las políticas; y 3) nuestra agresividad, que sí es una respuesta natural a ciertos estímulos externos, puede y debe enfocarse constructivamente.