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Un par de meses atrá, en una de mis clases, comenzó un interesante debate sobre el país donde hubiésemos querido nacer.
De inmediato, y de boca de cada uno de mis compañeros, empezaron a ser nombradas naciones como Estados Unidos, Canadá, Italia, Inglaterra, Japón y Francia, entre muchas que nunca dejaron de pertenecer al denominado primer mundo. Las razones para tales decisiones eran muy semejantes, como semejantes en rangos de edad éramos todos, adolescentes entrando forzosamente a la adultez: iban desde condiciones económicas hasta legados culturales, pasando por las más frívolas argumentaciones, mas propiamente el mayor argumento era uno solo: cualquier cosa lejos de semejanza con Colombia.
¿Quién no se ha llegado a cansar de tanta cosa en este país? Un carnaval de lo que usted quiera presenciar: robo, asesinato, violación, guerra, corrupción, politiquería, trancones, comerciales, reformas, política, más política y políticos; un escándalo que tapa a otro o un descalabro resuelto con otro mayor; de todo en la villa del Señor, de todo en Colombia y en una sola emisión noticiera. ¿Quién no pensaría que con dosis diarias de todo esto cualquier joven se hace colombianamente diabético? Quiero decir, apáticos a lo que diariamente vemos, oímos y leemos, y no apáticos a identidades arraigadas o casi genéticas, como, por ejemplo, el amor a nuestra selección. ¡Eso sí es inalienable!
Estamos en un país que abruma, perturba y termina aburriendo. Se incuba una sociedad de los mismos viejos con sus viejos cuentos, y a una juventud que no quiere saber nada de nada, una juventud que fácilmente se pone sus audífonos, toma el móvil, wasapea, se encierra a ver series —extranjeras, porque las nuestras no salen de prepagos y guerrilleros—, usa redes sociales, hace grupos de fans, juega a la consola y, en síntesis, se desconecta de tal vejamen de desencanto como es el país que se nos presenta. ¿Por qué molestarse? Un deseo es claro en la mente de muchos y muchos jóvenes ante cualquier situación de nuestra Colombia maltratada: “Me gustaría irme muy lejos”, y en ese muy lejos está el mundo de ensoñación que nos va vendiendo la globalización incontrolable, el encanto de una vida sin problemáticas como las que encontramos en Colombia donde quiera que miremos.
¿Y quién puede señalar y culpar? Tanta apatía no es mal argumentada y su desembocadura hacia un país de adultos que ni son de derecha ni de izquierda, o de centro, ni de arriba ni de abajo, sino que simplemente no son ni quieren serlo, es un hecho que veo acercarse al paso de cada feliz cumpleaños que deseo durante el año. Más allá de apatía política en la juventud, la misma que ha estado presente desde hace tiempo y no sin bases firmes, ahora se trata de una apatía social presente en la ausencia de opinión alguna y la mirada fastidiada hacia el país.
Pero ¿acaso es malo? ¿Es una crisis, problemática o aspecto social a remediar? ¿No debería ya acabarse tanto sectarismo, tanto amarillismo, tanto fastidio cotidiano? Tristemente, aunque muchos nos cansemos y empecemos a ver más películas y leamos más libros que noticias y periódicos, nos fijemos cada vez más en cómo viven sus vidas y gravísimas crisis los ídolos y estrellas estadounidenses, finalmente, después de todo lo que hagamos por vivir sin tanta preocupación —según como quisiéramos—, después de todo, ahí va a seguir nuestra Colombia poblada por viejos buitres y aguardando esperanzada por nosotros.
