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Plutofobia o el envidiable arte de ser pobre

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Tatiana Alejandra Velásquez Osorio
31 de julio de 2023 - 02:00 a. m.
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Hay una frase de Nietzsche que hace poco me dio un martillazo en la cabeza: “En verdad, quien poco posee tanto menos es poseído: ¡alabada sea la pequeña pobreza!”. Yo, huyendo de la pobreza desde que me enteré de que me poseía, sobre todo durante la infancia y la adolescencia. Aunque el hecho de que ya no tenga las patas chorreadas y la ropa rota no me vuelve acreedora de alguna riqueza, poseo herencias: la falta de cultura, por ejemplo. Me he derrumbado ante palabras como cultura, decencia, protocolo, investigación, tal como le pasaba a la gran Violette Leduc. Tengo una educación mediana, salvada por una que otra lectura consciente.

Ser pobre significa no tener sanguijuelas encima, uno le importa tres pesos a “la gente de bien”. ¡Qué maravilla, señor Nietzsche! Por supuesto que quedan en el tintero un poco de cuestiones: que la aporofobia es la enfermedad por excelencia de los pobres, no hay alguien que odie más a un pobre que otro pobre; o la idea de que el pobre, en lugar de aportarle a una sociedad, le quita; o que es la fuente de los tipos de rechazo en la sociedad. Por ejemplo, ¿no les parece que los negros son mayormente aceptados en cualquier escenario si llevan puesta una chaqueta Gucci?

En pocas ocasiones he asistido a eventos prestantes, con gente letrada y bien parecida, cuya cordialidad y buena postura les vienen como de la sangre. La alcurnia y el abolengo alabados en todos los siglos. Yo, con los ojos bien abiertos, atenta a cualquier caída léxica, algún asomo de miseria humana de ellos que me revistiera, aunque de momento, de una débil seguridad; zafarme de esa sensación de fatiga que llevamos los pobres a todos lados.

Recuerdo una vez que mi jefe inmediato, escritor, dirigente de una empresa de eventos culturales de cuyo nombre no quiero acordarme, me asignó la tarea de dirigir un discurso muy importante para la apertura de una tertulia literaria permanente. Vinieron los intelectuales más elevados de la región. Me serví de mis cuatro palabras más decentes, es decir, un desastre. De la pequeña y acalorada multitud surgió una mano, en el dedo anular brillaba la piedra de un anillote. Una amiga de la casa, reconocida escritora, pedía la palabra para preguntarle a mi jefecito de dónde me había sacado, en un tono bastante desdeñoso. Y yo, sin terminar de decirles lo honrados que nos sentíamos de contar con su presencia, demostraba el precio de abrir espacios de discusión sobre los altos valores de la literatura, el cine; nuestra pasión por el arte nos unía, éramos el despertar cultural en la región. Mi jefe le explicó que yo era una estudiante universitaria y acentuó: “Es de las buenas”.

Hasta entonces había creído que los escritores, gente pensante, tenían la consciencia tan despierta que no hablaban de apariencias, comprendían lo que hace grande una sociedad: el buen desarrollo de las habilidades de sus individuos en pro de su conjunto, y esas no deben ser medidas por credenciales o por la manera como la gente puede ir vestida o no a los lugares de construcción. Pensaba que entendían que los menos experimentados necesitamos ese lugar especial. Por supuesto que puedo estar tomando la parte por el todo: no es cierto que los escritores padecen de semejante estupidez, digo que en todos lados se cuecen habas. Habría que mirar cuáles son los tipos de pobreza que nos tienen ensimismados dentro del rótulo del subdesarrollo. Hablar mal de los ricos también es otro síntoma de involución. O sea, aparte de pobre, involuta.

Por Tatiana Alejandra Velásquez Osorio

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Gonzalo(69508)23 de agosto de 2023 - 11:23 a. m.
Muy buena exposición de lo que uno en su interior realmente piensa de Statu Quo.
Blanca(66976)31 de julio de 2023 - 01:49 p. m.
En todo artista (escritor, poeta, columnista) hay algo de Plauto.
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