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Racismo lingüístico

Carolina Chaves O’Flynn*

10 de octubre de 2022 - 12:00 a. m.

Hay un nefasto vicio que Colombia se niega a superar: el del racismo lingüístico. Los comentarios discriminatorios lanzados por una manifestante el pasado 26 de septiembre, durante la marcha organizada por la oposición contra el gobierno de Gustavo Petro, dejaron un enorme sinsabor entre las ciudadanías progresistas que guardaban en la elección de Francia Márquez el dulce anhelo de la superación del racismo en Colombia. Una esperanza que resultó tan aciaga como esa otra Esperanza, la de apellido Castro, pues así se identificó la indignante dama que lanzara inexcusables vituperios contra las negritudes de Colombia y el mundo, y arremetiera contra la vicepresidenta Francia Márquez llamándola simio. La desesperanzadora mujer enfrenta hoy posibles imputaciones por discriminación agravada y hostigamiento, y la vergüenza pública por la viralización de sus injurias racistas. Con todo y la justa gravedad que se le ha concedido al asunto, este episodio es sólo uno más en la larga lista de incidentes racistas que se desatan, cada tanto y sin muy hondas reflexiones, en el escenario político colombiano. La continua controversia se concentra usualmente en una sola dimensión del racismo colombiano. Aquella que manifiesta desprecio por el color de la piel de los afrodescendientes y que se refleja en un racismo estructural que desahucia a las comunidades negras del país condenándolas al abandono estatal y la pobreza extrema.

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Pero hay otra dimensión del racismo nacional, tanto más clasista que la anterior, pero bastante más solapada, perniciosa y extendida. Se trata de la dimensión lingüística del racismo colombiano. Esa que nos convenció desde tiempos coloniales de que hay sólo una forma de “hablar bien”, que los colombianos hablamos “el mejor español del mundo” y que Bogotá es la Atena s sudamericana. Todos mitos nacionalistas sostenidos sobre una agenda de distinción social que despreció desde siempre las formas de hablar del pueblo y glorificó para la posteridad las de sus élites letradas. Esa misma dimensión racista es la que premia programas tan excluyentes como El Profesor Súper O, sin percatarse de que entraña la más perversa de las premisas racistas nacionales, la de que sólo los negros del Pacífico colombiano que hablan como los blancos de la capital consiguen “superarse”, “evolucionar” y salir de la pobreza que se merecen por “hablar mal”. Esa misma dimensión es la que anima a los académicos del país a “explicarle” a Francia Márquez por qué el uso de “vivir sabroso” es colonialista, y el de “ancestras” y “mayoras” admisible porque lo acepta la Real Academia Española. Todos estos ejemplos abrigan la convicción de que quien habla por fuera de la norma que aprendieron se equivoca, no sabe, no ha entendido todavía, no piensa críticamente, no está preparado para gobernar.

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Nuestro racismo está enquistado en las representaciones que hacemos de la lengua en el país; en el desprecio por las variedades y visiones de mundo expresadas desde los territorios ancestrales y en los términos propios de sus comunidades; en el enaltecimiento incuestionado de las formas de hablar de quienes ostentan el poder y las imposiciones de mundo que se enuncian desde sus esferas. Para resquebrajar el racismo en el país hay que desnaturalizar la subordinación de quienes hablan como se habla en las calles y los pueblos de Colombia, hay que eliminar el racismo lingüístico.

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* Doctora en Lingüística Hispánica de The Graduate Center de la City University of New York (CUNY). Profesora asistente en el Departamento de Lenguas y Literaturas Extranjeras de Queensborough Community College. Especialista en glotopolítica y miembro del Grupo de glotopolítica de CUNY.

Por Carolina Chaves O’Flynn*

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