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Resignada imaginación

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Columna del lector
17 de noviembre de 2014 - 02:56 a. m.
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Por la naturaleza, respondiendo a los instintos más primitivos de la especie, el ser humano desea educarse.

Todos, de una u otra forma, siempre queremos saber algo nuevo. Sin lugar a dudas, el conocimiento es esa anhelada fuerza que nos moviliza. Gracias a las contundentes leyes de la evolución, en honor a ellas, caminamos hacia el inconformismo. Eternamente buscaremos nuestra esencia, ninguna distinta a propender por el cambio. Nada es tan característico en el hombre como la necesidad de aprender.

Claro, para el desarrollo de cualquier tipo de aprendizaje, la figura de una contraparte lúcida, capaz de enseñar, se torna primordial. No podemos prescindir del alumno, tampoco del maestro. En términos generales, el estudio, la experiencia y la observación son los procesos que mejor nos conducen al raciocinio. Sí, aprendemos para vivir, vivimos para aprender.

La primicia es categórica, lo fue desde tiempos prehistóricos: lo estático tiende a desaparecer. Así entonces, que haya mayores posibilidades de éxito dependería, primero, de nosotros mismos. Incluso las diferentes concepciones místicas que alrededor del mundo indagan por Dios, todas las religiones del orbe, exigen sujetos terrenales más hábiles, demandan individuos aventajados en específicos campos de la vida cotidiana. La fe, fundamentalmente, surge en los pueblos para combatir las ansias de poder que llevamos dentro, brota como respuesta a la ignorancia que tanto nos aterra. Cada una de las comunidades de la tierra ha concebido deidades, por los siglos de los siglos continuará esta práctica. Somos prepotentes. Divinizamos todo aquello que escapa de nuestros sentidos, de sus naturales limitaciones; edificamos altares para seguir creyendo que conservamos el control. Establecemos ritos que separan lo sagrado de lo profano porque decimos ser dueños de la realidad. El cielo y el infierno deben escuchar la voz del hombre, están condenados a enaltecerla. Cuando no logramos comprender, imaginamos. Imaginando que el ritmo del cosmos nos absorbe, florece la comprensión. Por antonomasia, disfrutamos de una libertad plena, tan bella como peligrosa. La última palabra es potestad de los soñadores.

Existen dos riesgos capitales en el matutino trasegar de los mortales: caer en la obviedad, en la estupidez de los discursos estereotipados; o bien, sucumbir frente a la tentación de callar para no ser juzgados por la sociedad como opositores del orden instaurado. Los dos extremos nos lanzan al caos, a la desazón perenne que merecen los cobardes. El conformismo y la moderación son tremendas equivocaciones; a veces temprano, a veces tarde, inaplazable, la sentencia llega. El futuro no deja de castigar.

Las ideas, vestidas de mil colores, vuelan de aquí y allá; en muchas oportunidades se ven estallar en el firmamento, distantes de esos predeterminados destinos que las instituciones señalan como justos. Casi nunca ofrecemos disculpas. Reconocer que no sabemos de alguna temática, sin importar lo extraña que en principio parezca, es un carísimo deshonor que a toda costa trataremos de evitar. Las mentiras, disfrazadas de certezas, se yerguen sonrientes en medio de los debates. Sufre la febril minoría que apela a la sinceridad como argumento. Son bastantes las ocasiones de oscuridad absoluta; en infinidad de momentos, luego de imaginar potenciales soluciones durante jornadas completas, pese al honesto esfuerzo, ni siquiera vislumbramos el horizonte. No solo imaginamos para comprender. Hay que persistir.

Así lo añora nuestro espíritu. Siempre humano y libre: siempre prisionero de la felicidad. 

Diego Armando Arciniegas Malagón *
 

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