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Sobre el deseo de morir

Ana Lucía Cárdenas
14 de febrero de 2022 - 05:00 a. m.

“La vida es corta / y aunque las horas son tan largas, una / oscura maravilla nos acecha, / la muerte, ese otro mar, esa otra flecha / que nos libra del sol y de la luna / y del amor”. Jorge Luis Borges

Tenía un trato con la vida: si no hubiera posibilidad de dejar de sentir dolor, mejor que me muriera. Con ese pensamiento entré al quirófano. Era la primera vez que me ponían anestesia general y pensé que la vida podría ser generosa y, si fuera necesario, hacerle cometer un error al anestesiólogo. Era mi única oportunidad, porque el procedimiento que iban a realizar era mucho menos peligroso que montarse en un avión. Lo último que habría de recordar despuéssería al médico acercándome una máscara de oxígeno y diciendo: “Tranquila, todavía no te he puesto la anestesia”. Cuando desperté, antes de abrir los ojos ya me hice consciente de que aún estaba viva y entonces sentí que se me rompía el corazón y, como si estuvieran conectados por un cable invisible, mi ojo izquierdo le respondió a esa rotura escurriendo una lágrima, solo una, pero como si contuviera el mar. Había vuelto de la inconsciencia total, donde no hay sueños, pensamientos ni dolor. Había vuelto de haber no sido a un cuerpo exhausto de sentir. Me habían arrancado del paraíso de la nada al mundo del todo inevitable.

En principio, nadie quiere morir, todo en nosotros está diseñado para vivir. Estamos aquí, en esta tierra, contra todo pronóstico. Nacimos de una tormenta galáctica, somos sobrevivientes. Y nosotros, los seres humanos, somos los únicos que tenemos conciencia de ello. Hace mucho tiempo solo éramos animales entre los animales. Después vino el deseo que hizo que una de nosotras quisiera poseer la belleza de una flor, y al ver que no podía llevarla consigo sin que se marchitara se puso a imaginarla, así pudo traer a su mente eso que deseaba que estuviera allí aunque no estuviera. Pudo ver la flor cada vez que quiso, pero también vio otra cosa. Se vio a sí misma mirando la flor y de esta forma se dio cuenta de que la flor y ella estaban separadas. Es decir, se hizo consciente de sí misma, porque imaginar es imaginarse.

Para conjurar la ausencia de lo bello y lo bueno, un día nos imaginamos lo que no estaba y nos hacía falta. Así nos inventamos el recuerdo y, con el recuerdo, el pasado. Otro día, nos imaginamos qué sería de nosotros sin aquello que amábamos y así inventamos el futuro. La imaginación nos dio la conciencia, pero también nos dio el sufrimiento. Porque los animales y las flores —que por su falta de imaginación no saben de su belleza ni de la del otro— viven siempre en el ahora, y tal vez les duela una herida cuando las arrancan de la tierra, pero no sufren por ello; porque el sufrimiento es lo que resulta de imaginarse el dolor del mañana o del recuerdo de la ausencia de dolor que fue ayer.

Imaginarse el dolor del mañana es ponerse a sufrir. Saber que el dolor de hoy será inevitable mañana es desear morir. Imaginarse el sufrimiento del otro es sentir compasión. Y por eso, infinita es la soledad del que está en el lugar oscuro de un sufrimiento inimaginable. Lo inefable no existe para quien está fuera de ello y como no existe para él, su solidaridad se vuelve incomprensión. En el mejor de los casos producirá un poema barato que se olvidará en el mismo momento que se deje de escribir, porque quien pretende solidarizarse está vivo, mientras que el que sufre de un futuro doloroso todavía se está muriendo, que es distinto y mucho peor que ya estar muerto.

Distinto es aquel que ve sufrir a otro que ama. El amor lo hace testigo y tal vez tampoco se lo pueda imaginar, pero, por lo menos, en ese asistir da cuenta, que es lo mismo que hacer las cuentas de las pérdidas y las ganancias. Y no es lo mismo que sufrirla, pero ver la ruina de un ser humano asusta y también desgasta, y cualquiera en ese lugar termina por entender que sería mejor parar antes de que no quede nada, antes de que lo que se atestigua acabe con todo. Esa gente que no se lo puede imaginar, pero que lo ve y entonces trata, es lo único que le permite al sufriente resistir un día más. Al final ambos aceptan que no alcanza y entonces hay que buscar una salida.

Desear morir no es fácil. Ni siquiera es fácil decir lo que se siente cuando se quiere morir. Tal vez sirva un poco imaginarse el día de la marmota anclado en el peor día de la vida. Pero si llegamos al acuerdo de que nos merecemos todos una muerte digna, qué necedad es esa de pedirle al otro que se aguante lo que ya no puede y que en el camino pierda su humanidad. Despedirse de la vida no es fácil. Por eso quien ya no resiste más necesita ayuda. Está bien que el deseo de morir resulte inimaginable, no así el de querer que alguien nos tome de la mano y nos diga que por fin todo va a estar bien mientras entramos en el sueño plácido de la muerte sin dolor. Eso sí que es fácil de imaginar. No solo la vida es un regalo: la muerte también lo es cuando nos duele en el alma que ya no nos baste ni el sol, ni la luna, ni el amor, y es una canallada pedirle a alguien que devuelva el presente que ya le han ofrecido. Cancelar un procedimiento de eutanasia es un asesinato al revés.

Por Ana Lucía Cárdenas

 

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