Este 7 de agosto, vi muchas personas con los ojos aguados cuando la senadora María José Pizarro, hija de un excombatiente y candidato presidencial asesinado, le colocaba la banda presidencial a Gustavo Francisco Petro Urrego. Puedo entender esa emoción, aunque no la haya sentido, de presenciar de esta manera un cambio histórico.
La figura de Pizarro colocando la banda presidencial es compleja y cualquier lectura que haga ahora será incompleta. Primero, esta nos lleva a la idea, o más bien a la esperanza, de la ruptura con la violencia; que Petro esté vivo hoy, habiendo sido el candidato que proponía los cambios más sustanciales para Colombia y que además se proyectaba con la mayor base electoral, resulta para muchos un milagro. Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez Hurtado, Carlos Pizarro Leongómez, todos fueron candidatos presidenciales asesinados.
Que la política se desligue de la muerte en este país es algo que, sin lugar a dudas, puede sacar lágrimas.
La segunda lectura sobre Pizarro y la banda presidencial es continuación de la anterior. Petro es exmilitante del M-19; esta guerrilla, cofundada por Pizarro Leongómez, fue una respuesta al fraude electoral del 19 de abril de 1970. La imposición de la banda presidencial cumple también el rol de una reivindicación de la democracia y de afirmación de la idea o, de nuevo, de la esperanza de que los cambios se pueden dar con el diálogo y de que nadie tendrá que usar las armas como instrumento político.
Las otras dos figuras presentes en la posesión que me interesa leer son la espada y el Nobel, más este último elemento que la primera. Ignoraré la mayor parte del contenido del discurso presidencial y los 10 puntos que Petro expuso y quiere tratar en su gobierno: paz, cuidado, igualdad, diálogo, escucha, defensa, integridad, ambientalismo, producción, ley.
La primera orden del presidente fue pedir la espada de Bolívar; el Gobierno anterior se había rehusado a que estuviera en el evento de posesión. La historia de esta espada con el M-19, quienes la robaron en algún momento, es un referente conocido en la cultura popular colombiana; lo vemos, por ejemplo, en la serie Narcos. Ahora, después de que se materializaron las tensiones entre el Gobierno entrante y el saliente en este asunto de la espada, han sido abundantes las interpretaciones. La más común y gastada es la de lo falocéntrico, la espada como el falo histórico sin el que no es posible asumirse como gobierno.
El elemento del Nobel se me hace más interesante y lo divido en dos aspectos. Primero, “la paz total”, una aspiración que hizo explícita Roy Barreras mientras le colocaba al presidente un botón con una paloma en la solapa. Esta idea de paz y el trabajo en pos de ella fue lo que le otorgó el Nobel a Juan Manuel Santos Calderón, quien estuvo en el gobierno de Gaviria, en el de Uribe y luego fue presidente por ocho años, y que por muchos es considerado como un cambio en la política colombiana, aunque este sea representante de las mismas élites políticas centralistas de siempre. La paz fue la idea a la que se aferró Santos y le dio resultado, ahora es también uno de los símbolos que luce el nuevo presidente en su traje.
El Nobel lo encontramos también en la palabra que se repite, en el discurso que ha acompañado a Petro desde sus días del M-19 cuando se hacía llamar Aureliano. Las últimas alocuciones que he escuchado del que ahora es presidente se caracterizan por esa oratoria “macondiana”. Petro nos dijo en la presentación del Informe Final de la Comisión de la Verdad que los colombianos tendremos “una segunda oportunidad sobre la Tierra” y lo repitió el pasado domingo 7 de agosto. Ahora, no puedo negar que eso a lo que alude, ese cierre de Cien años de soledad (1967), es impactante y que el discurso de García Márquez frente a la Academia de Letras de Suecia (1982) fue conmovedor, pero esa rimbombancia, gastada como la espada de Bolívar, de quienes citan la soledad de América Latina es terrible.
El texto garciamarquiano está muy bien, pero nos invade desde 1982. Solo hay que ver Escalona (1991), de lo mejor de la televisión colombiana, a pesar de los diálogos escritos por bogotanos fanáticos del realismo mágico; o escuchar al abogado de Diomedes Díaz, Evelio Daza, quien lo defendió pidiendo también “una segunda oportunidad sobre la Tierra”, para darnos cuenta de la repetición agobiante de esta muletilla literaria.
Del trabajo con los símbolos que hace el actual presidente, este último, la construcción retórica tipo “soledad de América Latina”, es el que menos dice, pero hay que reconocer que su éxito político se debe también a su capacidad de trabajar con estos. Si Uribe se erigió como figura en cuanto a padre de la nación, mostrando la eficiencia autoritaria del patrón que usa ruana y toma tinto en un caballo, Petro se muestra como quien ha trabajado toda la vida por la paz, como un caribe cosmopolita, exalcalde de Bogotá, sí, pero que está pendiente de las regiones y quiere abrazar a toda Colombia. La foto de perfil en sus redes con la banda presidencial y Caño Cristales de fondo dice mucho.
Esta construcción simbólica que busca el presidente es necesaria si quiere llevar a cabo un proyecto de Estado y que el país supere a esta figura del padre-patrón que ha marcado definitivamente la política colombiana en lo que va del siglo XXI, pero los elementos de esa construcción tienen que pensarse mejor. A esas mariposas amarillas a punta de discursos se les ha sacado todo el color y ya no dicen nada.