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Las instituciones no son las entidades. Tampoco los cargos de las entidades ni los funcionarios que los ejercen. Es normal que tambaleen funcionarios o entidades.
Pero peligroso que tambaleen las instituciones. Las instituciones son acuerdos colectivos. La democracia, la libertad y el pluralismo son, entre otras, instituciones de la Nación colombiana consagradas en la Constitución. Con base en ellas se desarrollan la normatividad, los presupuestos y toda la vida social.
Quienes pisotean las instituciones atentan políticamente contra el Estado de derecho. Fue famoso el atentado de un presidente que cambió “un articulito” de la Carta para hacerse reelegir. El mismo ciudadano todavía intenta instaurar en Colombia un fantasioso “Estado de opinión” cercano a la tiranía democrática. E insiste en hacernos creer que el Estado ideal es el del pueblo manipulado por los demagogos, para lo cual quiere hacerse elegir en el Congreso. Sin embargo, ninguno de estos atentados ha despertado todavía la protesta ciudadana. Ni un grito. Ni una plaza llena. Se pretende vendernos la libertad como similar de la esclavitud y que la paz signifique la guerra, y nada pasa.
Ahora, ¿es sano que las instituciones estimulen la controversia? ¿Es sano que sean diversas? Por supuesto. Lo institucional no significa que todos los ciudadanos sigamos un mismo camino sino que construyamos sociedad a partir de nuestras diferencias. La democracia, por ejemplo, no es una dama común y corriente. Toma tiempo conquistarla y, al menor descuido, se lanza en brazos del primer tirano. Por ello, defenderla no es tarea menor. Requiere la conjunción de las mejores voluntades y recursos.
¿El caso Petro-Ordóñez configuraría otro atentado contra las instituciones? Parece que sí. En principio, ambas partes habrían utilizado herramientas institucionales para hacer imperar sus argumentos. Y si el funcionario Petro decidió imponer un modelo de aseo para la capital e incurrió en errores o presuntas violaciones de las normas, Ordóñez, su vigilante legítimo, tenía pleno derecho de investigar su conducta y sancionarla inclusive con la destitución. Pero los cargos no estarían probados en derecho y, al inhabilitarlo políticamente, Ordóñez habría dado un salto mortal desde su legítima posición vigilante hacia el socavamiento ilegítimo y posiblemente ilegal de instituciones democráticas esenciales.
Al pretender que un precario fallo administrativo suyo sirviera para castrar políticamente a Petro, Ordóñez atentaría contra las instituciones y habría prevaricado, como se escucha en los estrados. Y también podría causar amonestación contra el Estado desde la CIDH. Ninguna decisión administrativa puede significar la muerte política de un funcionario y éste es el argumento del alcalde.
¿El fallo de Ordóñez también atenta contra la democracia? Posiblemente sí, porque el ciudadano Petro se encuentra ejerciendo la Alcaldía de Bogotá obedeciendo un mandato electoral mayoritario legal y legítimo. ¿Y también atenta contra el derecho fundamental que tiene Petro de elegir y ser elegido? Evidentemente sí, porque Petro no podrá ejercer sus derechos políticos por un amplio lapso. Por ello Ordóñez pretende meter “gato por liebre” a la mejor usanza demagógica.
Y al final, ¿el fallo de Ordóñez puede socavar el proceso de paz de La Habana? Posiblemente sí. Porque Petro fue insurgente. Porque el Petro insurgente dejó las armas como producto de un acuerdo legítimo con el Estado. Porque el Petro que dejó las armas, emprendió la vida política desarmado. Y porque ejerciendo la vida política, una acción atrabiliaria pretende quitarle sus más caros derechos fundamentales. No hay duda de que los insurgentes han recibido un preaviso perverso desde la Procuraduría. No son tontos.
