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Hace pocos días, la tiktoker e influenciadora María Fernanda Rojas publicó un video corto donde exigía requisitos absurdos y clasistas para tener pareja. “Tengo 23 años y para mí lo mínimo es: que sea profesional, no me sirven técnicos o tecnólogos”, arranca el video. Más adelante exige carro, vivienda propia y visa “por lo menos a los Estados Unidos”. Rápidamente el video se hizo viral y las redes sociales hicieron lo suyo: memes, burlas, parodias pero también insultos y amenazas llevaron a que para el 8 de enero, tanto el TikTok como el Instagram de María Fernanda estuvieran cerrados.
El hostigamiento contra María Fernanda es injustificable y merece rechazo. También los mensajes que la atacan por su apariencia física. Pero el caso sí amerita algo de reflexión. Por el cierre de las redes de María Fernanda, no dispongo del dato exacto de cuántos seguidores tenía, pero sé que en Instagram superaban los 30.000 y en TikTok, los 100.000. Sus contenidos eran sobre “gestión emocional”, salud mental y relaciones interpersonales sanas y, precisamente, el video viral pretendía ser un mensaje con recomendaciones para unas sanas relaciones interpersonales. María Fernanda no solo publicaba ese tipo de contenido, sino que, sin ser psicóloga ni poseer ninguna credencial de salud mental, cobraba por sesiones de terapia.
Algunos usuarios de Twitter captaron que lo grave del asunto está ahí. Incluso circuló un video antiguo de María Fernanda donde, ante una crítica de una usuaria (aparentemente psicóloga) que le reprochaba que hiciera terapia sin tener preparación para ello, ella respondía: “No soy psicóloga pero estoy segura de que tengo muchísimas más habilidades para hablar de la gestión emocional que muchos psicólogos (…) es muy poco psicológico de tu parte juzgar a una persona sin ni siquiera conocer sus habilidades”.
El problema entonces es que miles de usuarios toman en serio sus consejos psicológicos y llegan a sustituir con esto a verdaderos profesionales. La salud mental goza de relativa popularidad en redes sociales. Un reportaje del Washington Post publicado el año pasado señalaba que los videos TikTok con la etiqueta #SaludMental (en inglés) sumaban más de 40.000 millones de vistas. El consumo de este tema subió pronunciadamente durante la pandemia. Pero el bienestar emocional y las relaciones de pareja sanas, así como la ansiedad y la depresión, no son asuntos glamurosos para presumir de ellos, como hacía en redes María Fernanda.
Ya sabemos que en las redes es facilísimo distribuir desinformación y lo es aún más con temas como este, sobre el cual no existen filtros por el estilo de los que se han querido implementar con los discursos de odio. Verificar las credenciales de los influenciadores es difícil. Por eso, “lo mínimo” es desconfiar de quienes, como María Fernanda, se autodenominan “expertos” o “asesores”.
Esto no quiere decir que no existan influenciadores serios. Sí existen y muchos listan explícitamente sus títulos. También es entendible que, cuando el acceso a profesionales en la vida real es costoso y estigmatizado, muchas personas confíen en quienes ofrecen consejos gratis y fácilmente accesibles. Sin embargo, las redes sociales no deberían ser nuestra única fuente de información.
La libertad de expresión tiene sus límites precisamente en la desinformación, pero parece improbable que llegue el momento en que se limiten estos ejercicios. Tampoco es un escenario deseable, por ello se justifica que, dentro del mínimo respeto, venga de nuestra parte una sanción social no solo sobre los contenidos clasistas y discriminatorios, sino sobre la desinformación irresponsable que se aprovecha para el lucro personal.
