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Thomas van der Hammen, ¿el último gran naturalista?

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María José Nieto*
13 de enero de 2025 - 05:05 a. m.
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La idea de civilización es, tal vez, la más perniciosa que hemos aprendido a repetir los latinoamericanos. Definir a Thomas van der Hammen como “el último gran naturalista” perpetúa esta idea y lo encasilla desde esa perspectiva. Hace unos meses se cumplieron 100 años del natalicio de este científico neerlandés y, si bien hace 14 años, cuando recibimos la triste noticia de su fallecimiento, el rimbombante mote que acompañaba obituarios y columnas me generó gracia por su tono impostado e ingenuo, hoy me produce preocupación, por lo injusto que resulta.

Comparto con otros la idea de que los científicos naturales desatienden, con resultados trágicos, los estudios sociales de la ciencia. Trato de indagar la intención detrás del calificativo, pero supongo que, si es “el último” y el “gran”, se busca, quizás con ingenuidad, relegar a Thomas van der Hammen a la pretérita época de “los grandes” naturalistas ilustrados que impulsaron el “gran” proyecto imperial europeo. Este proyecto, si tuvo algo de brillante, también estuvo marcado por formas turbias de ordenamiento del mundo natural según la racionalidad occidental: una subordinación de todos los demás seres vivos al ser humano —más bien, al Hombre—, y la representación de la naturaleza americana como necesitada de una mano civilizatoria. La perspectiva naturalista resultó, de muchas maneras, supremamente injusta con el trópico y su naturaleza, incluso relegando, blanqueando y borrando a científicos criollos y americanos. El guiño a Caldas sigue siendo una reivindicación necesaria dentro de la comunidad científica colombiana.

¿Puede, en ese sentido, haber algo más colonial que hablar de “el” último gran naturalista? Tal vez solo buscar herederos y sucesores, pretendiendo ver la ciencia como una sociedad de aristócratas, ungidos y elegidos. Contra lo que han señalado personalidades conspicuas de la academia, por las que siento profundo respeto y admiración, ni van der Hammen fue “el último gran maestro” —pues han llegado y seguirán llegando otras grandes figuras—, ni su trabajo puede reducirse a la vida de un sabio renacentista.

Si bien fue blanco, hombre y europeo —gústenos o no a los ateos—, Thomas van der Hammen estuvo profundamente compenetrado con la vida e ideario de Francisco de Asís, una perspectiva que rompe completamente las jerarquías, apostando por la humildad y la hermandad entre todos los seres del mundo natural. En sí misma, esta es una forma de observar el mundo y de observarnos en él, que encaja perfectamente con los retos y promesas del siglo XXI. Este giro ontológico que vivimos busca diluir la perversa dicotomía entre los seres humanos y la naturaleza. La perspectiva del Hermano Sol y la Hermana Luna, del Hermano Viento y la Hermana Muerte, dialoga muy bien con las voces y culturas que han sido silenciadas por siglos en Colombia.

El trabajo de Thomas van der Hammen aborda con detenimiento cuestiones como el cambio climático, pero de manera muy específica: este particular cambio climático, resultado de la nefasta legitimidad que se le dio a la idea de civilización, la cual subordinó toda la naturaleza a los anhelos incontenibles del ser humano. Hablar de él como “el último gran naturalista” es desdibujar su vida y su trabajo. Por eso resulta tan importante no perder de vista esa última reflexión que nos dejó, preparada para ser leída el día de su entierro en su casita de Cota, donde celebró, agradeció y reconoció la compañía de las aves, el agua, las montañas y las flores en su vida y en las nuestras.

No hay nada ingenuo en el lenguaje, aunque ingenuamente repitamos las formas de nuestro propio sometimiento.

* Geóloga, Magíster en Geografía, Estudiante Doctoral en Antropología.

Por María José Nieto*

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