El futuro de este país está en sus jóvenes.
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Pero, si huyen derrotados para aceptar complacidas humillaciones en otras latitudes, mientras nuestros gobernantes acreditados por los medios de comunicación les hacen creer a todos que Colombia sólo es Bogotá, Medellín o Cali, despreciando las problemáticas propias de las regiones y desconociendo el potencial de sus pobladores, sumidos en el abandono total, nuestro país seguirá siendo un territorio de espíritus postrados, abatidos por la desesperanza, impotentes frente a la entrega de nuestras riquezas a los extranjeros que tanto las valoran y acechan para fortalecer sus industrias y estilos ampulosos de vida.
La mayoría de nuestros jóvenes, desprovistos de autoestima, avergonzados por sus orígenes indígenas, afros y mestizos, codician el espejismo del extranjero para mejorar su condición social, despreciando el legado de sus padres y los frutos de sus luchas, siempre que les permitan ir a lavar baños a Londres, Sídney, Toronto o Nueva York. Además son alentados por la frustración de sus mayores, quienes también anhelan que sus hijos cumplan su sueño malogrado de haber querido “ser alguien” y no haberlo podido lograr tal y como imaginaron en Colombia.
Somos un país de gente sin orgullo, hostilizada por frases como las pronunciadas por el expresidente Julio César Turbay Ayala, elegido después del Frente Nacional, pero legatario de todas sus taras, quien solía inaugurar sus alocuciones televisivas sentenciando: “Somos un país pobre”. Tratándonos como tales y comportándose de igual manera ante otros estados, frente a los cuales deberíamos actuar con suficiencia. La oferta al extranjero de nuestros recursos naturales no para porque seguimos “siendo pobres” para explotarlos nosotros.
Colombia es un territorio extremadamente rico en recursos naturales y culturales, privilegiadamente ubicado en la geografía, pero posee un pueblo que ha heredado de sus dirigentes la miseria espiritual, degradando funestamente su percepción del país. Así, con el Estado en manos de cientos de corruptos, la apatía se convierte en la actitud generalizada de quienes prefieren “vivir tranquilamente”, sobrellevando su cotidianidad, enseñando a sus hijos que este es un país sin futuro, incentivándolos a ceder su fuerza creativa a potencias extranjeras que valoren monetariamente su productividad, en lugar de aportarla aquí.
La continua idealización de lo foráneo, igualmente activa tras muchas políticas del Estado, seduce al pueblo sin expectativas, constituye la meta del imaginario colectivo y afecta de manera neurótica el proyecto de vida de los jóvenes de hoy. Aunque, por otro lado, la mayoría de cargos del Estado y también del sector privado, que deberían corresponder a los colombianos más honestos y preparados, son cuota partidista o teñida por algún sesgo impropio, obstruyendo las oportunidades a los más capaces, negando las posibilidades a una gerencia participativa y democrática sobre los recursos y decisiones importantes del país.
Quienes nos dirigen en las esferas pública y privada deberían comprometerse a vincular al pueblo al trabajo en condiciones más dignas para el progreso del Estado, financiando la capacitación técnica, universitaria y científica de nuestros muchachos, invirtiendo en investigación para las ciudades y vigorizando la calidad de vida en el campo y las regiones.
Basta ya de modelos importados. Imitemos, sí, lo ocurrido en los países hoy desarrollados que tanto añoran, que superaron agudas crisis económicas y sociales aprovechando la fuerza productiva de su propia gente, defendiendo su territorio y explotando adecuadamente sus recursos naturales propios (y ajenos), henchidos de autoestima y defendiendo siempre sus derechos a la educación pública, salud gratuita y justicia para todos.
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