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Un Estado de santos

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Columna del lector
10 de marzo de 2014 - 02:04 a. m.
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En una de sus ya usuales críticas al Gobierno —del que es parte—, el vicepresidente Garzón dijo que no se puede gobernar como una “reina de belleza”, con una “risita para todo el mundo”.

En una negación de toda capacidad autocrítica, el empleado público ignora que sus declaraciones sí que son “risita para todo el mundo”. Y pongo un ejemplo: en junio de 2013, Garzón asistió a una misa en Buga y, públicamente, anunció que le había “pedido al Señor de los Milagros” para que iluminara a “todos los gobernantes del país, para acabar con la inequidad” porque, en Colombia, “el rico es cada vez más rico y el pobre más pobre”. No tengo por qué dudar de la religiosidad del vicepresidente, pero este tipo de discurso parece estar más orientado a lo electoral que a lo meramente espiritual. Que un empleado público haga ese tipo de afirmaciones, y —dos veces bueno— a la salida de una iglesia católica, explica (en buena medida) su popularidad. Y el problema es que la relación entre religión y política en Colombia va mucho más allá de este tipo de declaraciones.

Valencia Villa señala que el “clericalismo” es una de las “constantes estructurales” del constitucionalismo colombiano y esto llevó a que la política y la institucionalidad colombiana del siglo XX transcurrieran, siempre, bajo el halo de lo católico. Decir que esta unión entre Iglesia y Estado sigue (del todo) vigente hoy en día es desconocer que nuestro nuevo orden constitucional se yergue bajo ciertos principios laicos. A pesar de esto, aún es necesario un debate público que nos permita preguntarnos si preferimos un esquema de “nación religiosa” que “tolere la no-creencia” o el una “nación secular” que “tolere la religión”, de acuerdo con lo propuesto por Dworkin.

El ejemplo de la nación religiosa que tolera la no-creencia parece proponerlo el presidente Santos cuando dice que los pastores cristianos trabajan por el “bien espiritual de la nación”, como si eso existiese. O cuando, en el mismo discurso, intenta borrar (en un completo desconocimiento de su función constitucional) los límites entre la labor del presidente y la labor del pastor; el primero también “debe” decirles a los ciudadanos “que sean cada vez mejores” y que “cada vez tengan esos principios y valores más claros para no perderse”, según el (ahora) pastor/presidente. El ejemplo de la nación secular que tolera la religión, por su parte, es más difícil de señalar, creo yo, en un país donde en el poder de las armas radica el poder de “convencimiento”, de acuerdo con Ricardo Arias Trujillo. El pluralismo que viene inscrito en este “modelo de nación” no hace referencia únicamente a la posibilidad de una multiplicidad de religiones, sino a la multiplicidad de opiniones y a su sana crítica en el espacio democrático.

La pregunta por la posibilidad del pluralismo debe ser una constante en el día a día de esta sociedad y, para ello, hay que minimizar el uso (público y meramente electorero) de la religión, sea la católica o cualquier otra; le resta altura a un debate que debe tener consideraciones más profundas, si se me permite esa expresión. Un debate, por ejemplo, que podría llevarnos a considerar la necesaria derogatoria del estatuto matrimonial vigente; una concesión inadmisible del Estado laico a la Iglesia católica. Este es no más un ejemplo de los muchos que pueden surgir en ese gran debate público, del que acá escribo, a ver si dejamos de hablar de “reinas de belleza”.

 

* Jorge Alejandro Cárdenas Cárdenas

 

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