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Un insignificante inmortal

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Columna del lector
24 de febrero de 2014 - 04:00 a. m.
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NI VIVO NI MUERTO EL ESCRITOR CUbano Leslie Fajardo ha sido afortunado. Sin embargo, la parábola de su existencia es una demostración del poder que tiene la literatura para luchar contra el olvido, para ennoblecer el paso efímero del ser humano por este planeta.

Fajardo publicó algunos cuentos en dos revistas. Tenía amistades ocasionales, escasas. Era tímido y retraído, quizás semejante a sus relatos. No permitió que el tiempo le fuera favorable: se suicidó de un balazo a los dieciocho años de edad en 1957. Su breve historia vital y sus ínfimos manuscritos fueron diluyéndose entre los recuerdos difusos de pocas personas. La ventisca de la Revolución cubana terminó por borrar cualquier pálida huella suya.

El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante lo rememora en un texto perteneciente a Exorcismos de esti(l)o. Es una semblanza más poética que biográfica; el lector queda sumido en una perplejidad apabullante. La mayoría de los datos comprobables en torno al cuentista quedan reducidos a un estado gaseoso. Además de transformarlo en una especie de artista mítico, debido a la información casi nula que se posee, termina por no saberse si es real o imaginario. Internet completa involuntariamente el trabajo de la leyenda. Es casi imposible hallar en la red una información precisa acerca de Fajardo; las referencias son superfluas. A esto agréguese el ensombrecido panorama ciberespacial en Cuba, donde la navegación en internet es un lujo que sólo minorías selectas pueden darse. El resultado es asombroso: Leslie Fajardo ya forma parte de la ficción.

Hay autores que suelen estar por encima de su propia obra. Acometen empresas variadas o se enfrentan a múltiples aventuras; su periplo vital es tanto o más artístico que sus volúmenes publicados. Gente como Lord Byron o Anaïs Nin son buenos ejemplos de esto. Por otra parte abundan casos de escritores casi exentos de biografía: Emily Dickinson, Nicolás Gómez Dávila. Lo que los lectores saben de ellos es poco o simple; sus libros imperan sobre la anécdota. Es raro hallar narradores o poetas que encarnen, que sean, la literatura. El frágil Leslie Fajardo logra, sin haberse propuesto tal destino, mezclar sus cuentos con su historia real al punto de que es imposible saber dónde termina la una y dónde comienzan los otros.

Ser literatura. Que la posteridad ignore si las fabulaciones contenían nexo alguno con fechas de nacimiento y muerte, porque será complicado incluso encontrar una prueba específica de existencia. En vez de entrañar un defecto o un problema, el que Leslie Fajardo parezca una invención o el recuerdo de tres o cuatro personas lo catapulta al renglón mayor del mundo literario donde lo real es ficticio y viceversa. Conviene subrayar esta condición justo en tiempos de mercantilismo literario, cuando el escritor debe imponer su figura y opiniones antes que sus libros. El ejemplo de Fajardo expone los verdaderos caracteres de quien escribe: esa inmensa necesidad de enfrentar a la vida con la cual se ha tropezado. Sin firmar autógrafos, sin lucirse en congresos internacionales ni aspirar a poderes de ningún tipo. Hasta aproximarse al velo de la leyenda, volverse un personaje literario debido a una entrega fiel al arte de las palabras.

Si no fuera por la inmortalidad, Leslie Fajardo tendría setenta y cinco años de edad. Pero el arte posee senderos misteriosos, y en ocasiones le adjudica valor a ciertos autores de corta vida, de exigua obra, como un faro que despeja el verdadero sentido de lo artístico: la creación en sí misma, desinteresada, diáfana, lejos de traidoras celebridades y de honores pasajeros.

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