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Por Jefferson Sanabria
“El hombre es un lobo para el hombre” sería una de las consignas que posteriormente darían la trascendencia del pensador del Leviatán, T. Hobbes. Sin embargo, tantos años luego del impacto de su obra, muchos dudarían de su pensamiento, otros, no obstante, lo afirmarían en la severidad de la realidad común.
En el caso particular del Estado colombiano, un tanto alejado del filósofo inglés del siglo XVII, es fácil observar la veracidad de su proverbio; aún más, el contenido repetitivo del mismo, de la violenta y difícil situación del hombre que se relaciona en comunidad, nos procuraría un desalentador síntoma de orfandad en la tierra. De allí que el hombre natural que observamos frecuentemente tema a su compañero, que los días en comunidad sean rutinarios en sacar ventaja, en competir, dañar y mentir a sus iguales, ya que si un individuo se place en ser compasivo y proponer afablemente construir un ambiente de unidad, en unidad, es vilmente abofeteado por el afán material de cualquier otra persona. Con todo esto, ¿cómo avanzaría está dulce tierra cafetera en su historia, más allá de la sangre y la crueldad del que propone o busca el poder?
Siglos enteros de muerte y robo, de ambición y decadencia, dan como resultado un eterno presente de angustia y desolación. La gran mayoría es ciega y pasional, camina tranquilamente mientras la vida transcurre sus estados de tiempo y espacio en la existencia; lo restante, lo otro, lo que no es común y abriga la regulación ética de sí mismo es, diariamente, disminuido. Para Hobbes existe una ley natural, esa forma de gobierno instintivo en el hombre que le traslada al negativo de la conducta humana, por ello, es necesario, según su análisis estructural, aquella ley que se origina del miedo a la muerte, aquella cosificación de la vida que nos permite habitar sin daño, en acción o consecuencia. Es decir, para el filósofo y, para la sociedad en general (mucho más para nuestra nación), es obligatorio que un lobo mayor gobierne a los pequeños lobos promedio; que una ley estatal, jurídica, social, nos conduzca al buen sentido de la existencia con los otros.
Es ese el avance del hombre racional en su historia, el progreso de las instituciones que nos controlan, por medio de la ley, la ideología y la fuerza. Es necesario, para nosotros, los lobos. Somos asesinos, ladrones, traficantes de droga, violadores, irrespetuosos con la autoridad, necios con nuestros iguales, intolerantes con lo diferente, amantes de los vicios y de la morbosidad de la pereza en la red. ¿Acaso nos importa el sufrimiento y el hambre de los demás? No, mis hermanos, somos lobos, y nuestra impureza pide a gritos ese lobo mayor; ese Estado, esa policía, esos nuevos códigos de la ley, ese ejercito tan amable con los campesinos de todas las épocas y los reinos.
Es de una obligación natural que nos vigilen, que las cámaras estén por doquier, que cualquier acción ejercida por nuestra consciencia sea juzgada por un ojo mayor que comulga el poder. No estamos solos, debemos entenderlo. No nos regulamos a nosotros mismos, ni compartimos un bien común. Además, mis hermanos, unos lobitos, con caninos irrigados de sangre y tinta, afirmaron que Dios había muerto, una lástima.
