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Cada mañana, a las 5 A.M., alguien sale a tomar el transporte que le ha de llevar a su trabajo; el recorrido hasta el paradero termina siendo una lotería: esperar que no asome el ladrón de turno, que no haya una alcantarilla destapada en donde caer, que no se escuche un grito de auxilio… Es tanta la apuesta por empezar un nuevo día. Tomado el transporte, cruzar bendiciones para que el conductor no pierda los estribos en la carretera o no asome de nuevo el ladrón.
Llegar al trabajo con la firme premisa de seguir trabajando (afortunadamente lo tenemos); confiar en que todo se venda, para que se pueda recibir el pago por el esfuerzo; anhelar que ninguno de los nuestros se enferme, pues eso implica un duro golpe a la moral y al bolsillo. Ni que imaginar cuando llega “el jefe”, periódico en mano, trayendo “las malas nuevas” y empieza un concierto de desesperanza: que los políticos tradicionales se están robando el país, que impuestos nuevos, que recorte al presupuesto para algo social, que se desaparecen dineros, que los militares y grupos al margen de la ley, que los que toman justicia por mano propia, que los despojadores… En fin, toda la fábula al acecho.
Luego llega la otra parte del sorteo, la gran aventura por volver a casa con una ciudad sitiada y con la noche colaborando a sus secuaces; se toma el bus de vuelta, más cansado, con una dosis más de paranoias, completamente alerta. El cansancio, mejor en postura; una familia por atender y ellos, a su vez, esperando esa llegada. Se decide por rentar la suerte, “un chance” para ayudar a menguar un poco la crisis, algo de moral para soñar. Confiado, arroja las monedas en busca del número ganador; mientras la máquina digita las cifras de manera electrónica, quedan un par de segundos para dejar volar la imaginación.
¿Qué haría si me lo ganara? Se dice que, en ese instante, cursamos los límites de la imaginación y la euforia: cambiamos de casa (eso es urgente), nos despedimos de nuestro trabajo, volamos a conocer el mundo, nos transformamos en los más filántropos, todo será color de rosa, se olvidará el hambre, se estará sano, pues habrá con qué sostener a nuestra prole, hasta dos generaciones. Ese minuto es tan placentero que nos lleva a convertirnos en “dioses” en éxtasis.
Luego viene la terrible realidad. No queda sino esa “esperanza” y el deseo por dar a los que se ama la mejor parte. Otro plato de comida, un poco de jugo o, en su defecto, una aguapanela. El presupuesto ya no alcanza como antes. El valor de la comida se ha incrementado demasiado y pareciera no tener control, los insumos por las nubes y los pobres campesinos tratando de sobrevivir.
La ciudad se ha vuelto esa jungla de cemento de la que hablaba un preciado cantante. Tratar de “vivir” se convirtió en una verdadera lotería. Solo queda esperar a que el nuevo día sea algo menos tenso que el anterior.