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Álvaro Uribe pervive en el sentimiento nacional como el hombre fuerte que enfrentó al terrorismo, arrinconándolo a través de políticas decididas, sagacidad, inteligencia y entereza, librándonos de un verdugo inhumano que nos tenía padeciendo los efectos de la angustia generada por tener o conocer un secuestrado, un amigo muerto o un torturado en alguna de nuestras familias colombianas.
Por Mónica Barón Gómez
Nos apropiamos del dolor ajeno, convertido en nuestro dolor, cuando tantas veces padecimos los embates guerrilleros que nos resultaban inexplicables y crueles, sin importar cuál fuera el lugar de nuestra geografía. El país lloró los muertos del terrorismo como si fueran amigos o parientes cercanos. Todos agradecimos al señor expresidente su tenacidad por eliminar un lastre que nos persiguió desde nuestros padres y que en sus manos significó por fin el debilitamiento de sus efectos mortales, tanto físicos como espirituales. El país entero lo acompañó al comprobar su entrega a la causa de la liberación de las cadenas impuestas por una guerrilla desenfrenada y ausente de ideales compatibles con la justicia social que predicaba.
Su éxito fue rotundo en el campo militar, pero lo fue aún más en el corazón confuso de sus seguidores devotos. Él lo sabía y todos advertimos su esfuerzo por satisfacer las aspiraciones más sentidas de un conglomerado exigente. No obstante, víctima de su propio y loable invento, el expresidente terminó convirtiéndose en el instrumento de todos aquellos que sin voz, repotenciándolo, hoy hablan a través de él como ventrílocuos.
Incluso a pesar de los graves cuestionamientos que actualmente persiguen su obra, muchos colombianos demandan separar las presuntas faltas de su vida privada y perdonar todas las inexactitudes de su vida pública, que, más allá de haber sido señaladas, aún no se han comprobado, lo cual glorifica la esencia heroica de su mando y su acertada argumentación para dirigir los hilos del país por el camino único de la fuerza, que en realidad ellos mismos quisieran con furia ejercer con el objetivo de pacificarnos.
Quienes alaban en Uribe su condición de hombre fuerte especulan sobre su potencial diezmado por los cánones del derecho internacional que imponen mesura, no obstante exigiéndole no vacilar. Y con tal compromiso, el expresidente le responde a cada uno de sus férvidos seguidores con pruebas de su potencia protectora, extendida sobre ellos a tal punto que sin su presencia patriarcal gran parte de nuestros compatriotas no concebiría el quehacer político nacional. Por ejemplo, referirse a Uribe usando aún hoy el término de “presidente”, ignorando el hecho de que hace ya seis años no lo es, representa el primer vicio de quienes lo siguen todavía, con la intención directa o indirecta, pero encubierta, de usufructuar el poder que aún le queda, para que continúe haciendo por ellos aquello que por sí mismos querrían ejecutar pero solos no pueden.
El señor Uribe, rodeado de adeptos leales aparentes, en realidad se bate en solitario, aunque ocupando un lugar privilegiado en el corazón de muchos colombianos. Pero como ícono de su propia vanidad, con la que lo alimentan y ahogan sus seguidores, a Uribe le impiden ver la realidad: ya no tiene herramientas para guiarnos por el rumbo que realmente hoy “todos”, como país, necesitamos.
