Volver a los campos colombianos

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Columna del lector
27 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.
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Por Elizabeth Pérez P.

Los campesinos sin tierra deambulan por las ciudades de Colombia como expatriados en su propio país. Hacen parte de los más de siete millones de desplazados forzados que tiene en sus registros la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas.

Viven lo que el poeta Juan Manuel Roca ha nombrado como el “insilio”, esa situación de vivir y sentirse extraños en el terruño que les otorga ese derecho inalienable para todo ser humano: una nacionalidad. Y lo califica incluso “peor que el exilio”. Para Roca, el “insilio es exilio interior. Eso de no tener lugar en su propio país”.

País en el que millones de campesinos fueron alejados y despojados, por la fuerza del terror, de sus territorios. De esos lugares donde están sus arraigos, sus quereres, sus sentires, sus conocimientos y sabidurías.

Llegan despojados de todo bien material, con sólo la vida entre sus manos, a ciudades en las que nadie los conoce. Y tampoco conocen a nadie. En las que la vida se tasa en monedas y billetes, y no en semillas, aguaceros, sol, labranza, frutos, cosechas, que era el mundo en el que vivían.

Y el desarraigo se profundiza día a día. Ignoran cómo “sembrarse” en ese nuevo espacio al que han llegado.

Anhelan, sueñan con volver a su tierra, al campo. Pero les está vedado. Las armas que aún esgrimen unos y otros, de diferentes bandos, todavía se los impide. Sin embargo, esta es parte de la tarea por hacer para alcanzar una Colombia en paz. Si no la más importante.

Repoblar los campos. Volver a sembrar maíz, fríjol, arveja, chía, amaranto, quinua, zanahorias, papas, lechugas, frutas, en fin, toda esa riqueza que prodiga la tierra cultivada.

¡Ah! Que deben variar las condiciones de cultivo y comercialización, dicen unos. Sí. Así lo reclaman los campesinos, porque allá en los campos también hacen falta monedas y billetes, pero de una manera diferente a la de las ciudades.

Es posible pensar que en las mesas de los colombianos volvamos a servir productos agrícolas cultivados en nuestros campos, por nuestros campesinos. Y no importados, en su mayoría, como sucede en la actualidad.

Por eso es inconcebible que un líder político como el actual alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, haya dicho, sin ruborizarse, que en unos cuantos años la población colombiana será en su mayoría urbana —“nueve de diez colombianos vivirán en las ciudades”, dijo al inicio de su mandato—, como si se tratara del anuncio de la desaparición del campesinado, a estas alturas de la vida colombiana, casi en extinción.

Al contrario, la tendencia social, las preferencias ciudadanas deberían volcarse a los campos. A volver a vivir en ellos. A apropiarnos de nuevo de las tierras y los territorios que nos pertenecen, y de los que millones de campesinos colombianos fueron expulsados a la fuerza.

Y en los que ahora, aún más inconcebible, por obra y gracia de acciones políticas inadecuadas, entregan sin compasión a empresarios y compañías multinacionales para explotar otras riquezas, que a la vuelta de unos años nos dejarán ver el desierto en que quedará convertido este paraíso verde, admirado por cuanto turista extranjero llega a visitarlo.

¿Es ese el futuro que queremos quienes habitamos en Colombia? La firma del Acuerdo Final entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc abre las puertas para empezar a repoblar los campos colombianos. Para volver a vivir en la tierrita. ¡Ojalá así sea!

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