Liberar a la escuela

Beatriz Vanegas Athías
18 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

Dice Sebastião Salgado en La sal de la tierra que ha visto aves que no podían volar porque tenían las alas pegadas. Pensaba en esa frase cuando viajaba de Curití a Floridablanca y veía la alegre libertad de las aves que planean sobre el cañón del Chicamocha. Y pensaba que educar es eso: despegar las alas de chicos y chicas para que emprendan sus propios vuelos.

Pensaba que la escuela pública y muchas del sector privado son una suerte de jaula que permite o impide la libertad a sus estudiantes. Imaginaba, mientras viajaba en bus por ese paraíso verde y nublado, en el dolor inmenso que significa saberse excluido y asesinado por ser mujer en países como el nuestro. Y recordaba que la escuela, desde la excesiva normatividad para las niñas y la flexibilidad para los niños, promueve de manera soterrada pero contundente los femicidios.

Sabido es que el magisterio es uno de los gremios más conservadores y continuadores de una tradición que promueve que al interior de esa réplica a escala que es una escuela o colegio sean practicados, por ejemplo, todo tipo de deportes por los niños, mientras que a las niñas, para conservar su feminidad, se les permite que medio muevan la pelota de baloncesto. Para ellas no hay método de enseñanza en los deportes, por eso corren como locas detrás del balón. He visto la torpeza de esos partidos y cómo se convierten en un motivo para la burla del público asistente.

Son muy laxos los manuales de convivencia con los jóvenes que tienen la libertad de hacerse todo tipo de cortes de cabello, incluso es permitida la aplicación de polvos en la cara a los chicos que padecen acné; en tanto que la persecución es tremenda para las niñas que se maquillan o dan el color que deseen a su cabellera.

He visto la lascivia de muchos profesores cuyos ojos se van detrás del trasero de las niñas de décimo y undécimo grado. Para las profesoras los chicos casi siempre son mirados como hijos o sobrinos. Pero ay de aquella niña tenga una, dos o tres relaciones, las profesoras mismas son las encargadas de tildarla de “sinvergüenza” o “vagabunda”. Para los chicos hay inmunidad semántica garantizada. Y ya sabemos cómo el lenguaje hunde o catapulta el estado de ánimo, en este caso de un adolescente.

Así como en el país nacional —que dijera Jorge Eliécer Gaitán—, en el país escolar y colegial el apoyo brindado por el grupo a los candidatos para representantes de aula es absoluto. Las mismas niñas respaldan más a un compañero que a su amiga.

En estos colegios públicos, donde abundan las precariedades económicas, es notoria la recurrente preocupación de las niñas por ayudar a su madre (cabeza de familia) o a sus padres desempleados. Ellas promocionan rifas, cobran por hacer trabajos a los más vagos. Ese dinero va para la casa. En su mayoría a los chicos les da igual qué suceda en sus casas.

Es cierto que se ha avanzado, pero allí, en los conglomerados educativos proclives a escoger a los mismos Uribes, Ordóñez, Santos, Vargas Lleras, Guerra, la tradición machista está normalizada por la norma y el conservadurismo. Los maestros siguen con las alas pegadas custodiando una jaula llena de otras aves incapaces de volar. ¡Hay que liberar la escuela!

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