Después de más de un año de mandato causa curiosidad, cuando menos, la forma como los habitantes de ciudades como Bogotá, Medellín y Cali evalúan la naciente gestión de sus gobernantes. Es cierto que la crisis del COVID-19 copó toda la agenda de estos mandatarios, pero un dirigente no solo debe cumplir un plan de gobierno, también debe estar preparado para las tempestades que, en un país como Colombia, aparecen con diferencia de 24 horas. La ilusión que les ofrecieron a sus electores de ser novedosos en el ejercicio del poder local este año brilló por su ausencia.
Claudia López, de la Alianza Verde, desde que llegó al Palacio Liévano perdió cerca de 30 % de favorabilidad en las encuestas. Comenzó como la revelación (algunos en su afán por ensalzar llegaron a compararla con Ángela Merkel) y en medio del trance provocado por el coronavirus, la alcaldesa olvidó leer que había ganado por una menguada diferencia de 80.000 votos contra Carlos Fernando Galán, quien también superó la barrera de un millón de sufragios. Claudia desde que ganó las elecciones se metió en la cabeza la idea de que en el país había dos personas poderosas: ella y el presidente de la República. En otras palabras, López pudo enfrentar la emergencia sanitaria uniendo la ciudad contra el virus, pero prefirió jugarse la carta de atacar a su ilusorio rival con la idea ulterior de ser ella la portadora de la “llave mágica” de la pandemia y volverse la salvadora del país. ¿Qué tal que hubiera ganado por mayor diferencia? En sus 412 días, hay que restar ocho que fueron los escogidos durante el momento más crítico de la segunda ola para vacacionar. La exsenadora no ha demostrado lo que siempre le pide de forma vehemente a su imaginario contendor: ¡gobierne!
El exviceministro Daniel Quintero, que sorpresivamente obtuvo la silla en la Alpujarra, parece más el activista de su antiguo movimiento “El Tomate” que por medio de tomatinas “crucificaba” a los funcionarios a los que, según él, había que darles “palo” con la pretensión de ser percibidos como los “indignados contra el establecimiento”. Olvida el burgomaestre que desde el primero de enero de 2020 él es sinónimo de esa palabra: institución. Este fue otro experimento que olvidó la importancia de unificar después de ganar los comicios. Hoy parece ejercer bajo la acción: dividir, dividir y dividir. Si esta estrategia le ayudó a ganar, para qué repetir el fraccionamiento cuando ya está encargado de manejar el poder de una ciudad emblemática. Medellín requiere más modernización, más mundo y menos “tomates” contra quienes, para bien o para mal, algo hicieron en el pasado por la capital antioqueña. ¿Qué pasó con el aspirante que se presentó como “El de la Gente”? Hoy parece el de “un gentío”.
Jorge Iván Ospina es un experimentado en la administración caleña. En su primera gestión superó embates de todo tipo. Transformó la “sultana del Valle” por medio de 21 megaobras y precisamente por eso lo reeligieron. Hoy parece menos un alcalde y más un testarudo y terco político que con base en “prueba, error, error y error” pretende que un golpe de suerte le dé la razón. Las enrevesadas y confusas recetas entre salud pública y de seguridad ciudadana no han logrado mitigar el coronavirus en Cali. Sus obstinadas propuestas para una feria virtual y un alumbrado navideño, lo pueden llevar a acabar con un legado emblemático por el que apostó de forma firme en su primera alcaldía.
A estos tres líderes en esta coyuntura, los ciudadanos los observan con más defectos que virtudes. La pandemia permitió evidenciar que el virus de la política le puede ganar a la vacuna de ser un buen servidor público.