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Mientras la juventud francesa planteaba en mayo de 1968 exigencias de cambio, con argumentos y slogans que se volvieron perdurables, un prestigioso científico soviético se apartaba de la rígida línea marcada por su gobierno y publicaba un ensayo con el título “Progreso, convivencia pacífica y libertad intelectual”.
Andrei Sakharov, graduado con honores en Física por la Universidad de Moscú, había formado parte desde 1948 del grupo que, gracias a sus contribuciones innovadoras, consiguió detonar años más tarde la bomba más destructiva que jamás haya explotado sobre nuestro planeta. Evento que produjo en su propia alma de científico un impacto devastador que le convirtió en convencido de la urgencia del desarme y el uso pacífico de la energía nuclear, causas a las cuales vino a sumar otras que marcaron el ritmo del resto de su vida y le acarrearon el exilio interno y la sanción del silencio obligado.
Desde su condición de miembro principal de la Academia de Ciencias de la URSS, galardonado dos veces como “Héroe del Trabajo Socialista”, Sakharov se opuso a las pruebas nucleares y sugirió un tratado de prohibición de ensayos de armas atómicas que finalmente suscribieron algunas potencias. También fue fundador de un Comité de Derechos Humanos, se manifestó en contra de la pena de muerte, pidió amnistía para los prisioneros políticos de su país y reclamó la libertad de los presos de conciencia en cualquier lugar del mundo.
Antes de dedicarse exclusivamente a una serie de causas ajenas a su formación original, planteó a manera de prematuro testamento científico teorías sobre la naturaleza asimétrica el universo, la “gravedad inducida” y la “reversión de la flecha del tiempo”. El destino no le dio lugar, de ahí en adelante, más que para exponer su pensamiento sobre problemas humanos, políticos, sociales y ambientales, y recibir por su activismo un tratamiento implacable.
Sakharov se convirtió en protagonista, esto es primer luchador, en causas como la búsqueda y defensa de la razón como fundamento de la democracia, la batalla permanente por la fidelidad a la verdad, el descubrimiento del propósito de la vida y la defensa de los derechos humanos, concentrado siempre en el ejercicio de la honestidad y la independencia intelectual como expresión de la libertad.
Su pensamiento, contenido en el manifiesto ya referido, lo mismo que en el discurso titulado “Paz, progreso y derechos humanos”, que su esposa leyó en su nombre, cuando fue galardonado en 1975 con el Premio Nobel de la Paz, que no pudo recibir personalmente por falta de permiso para salir de su país, planteó no solamente críticas al sistema soviético, sino diversas cuestiones relacionadas con el destino de la humanidad en su conjunto.
Así, el espectro del pensamiento de Sakharov se extendió a causas universales, como promotor de la paz, la convivencia y la confianza entre las naciones, el entendimiento de las condiciones de vida de cada quién, el desarme, la seguridad internacional basada en una sociedad abierta con derecho a moverse por el mundo, y una comunidad de derechos y garantías sociales que sirviera de plataforma de igualdad y bienestar con la eliminación de la desigualdad entre las naciones, la derrota del hambre y el disfrute generalizado del progreso científico.
Tal vez nadie con más autoridad y sentido de la responsabilidad histórica que él, para advertir el peligro de una guerra nuclear como amenaza evidente para la existencia de la humanidad. Nadie con mejores fundamentos para advertir cómo semejante instrumento de energía “que anteriormente había existido solo en las profundidades de las estrellas”, al ser usado como arma, podría destruir la vida, las civilizaciones y hasta la totalidad de los refugios físicos de la especie humana, al ponerse al servicio de intereses movidos por las pasiones de la economía y la política.
Por el mismo camino, y a partir de su militancia en la causa de la promoción y defensa de los Derechos Humanos, nadie con mejores argumentos en defensa de la vida del planeta, concentrados en la promoción de las causas de protección ambiental, que para la época despuntaban como propósitos de sectores avanzados y visionarios de la sociedad en uno y otro lugar del mundo. Nadie mejor para entender los peligros del odio entre comunidades étnicas, religiosas, sociales y políticas, como elemento destructivo de todos los derechos y fuente de guerras sin sentido, capaces de destruir el alma de generaciones enteras y de mutar hacia versiones cada vez más destructivas de la armonía y la felicidad a la que todos tenemos derecho.
A diferencia de otros disidentes soviéticos, que exaltaban las virtudes del sistema occidental, Sakharov denunció la Guerra de Vietnam como amenaza para la humanidad entera y no dio muestras de alienación en favor de uno u otro país extranjero. Solo que, de frente, criticó a su gobierno por “el mesianismo y expansionismo, su represión totalitaria de la disidencia, la estructura autoritaria del poder, con una ausencia total de control público en las decisiones más importantes en política interna y exterior, una sociedad cerrada que no informa a sus ciudadanos de nada sustancial, cerrada al mundo exterior, sin libertad de viaje ni intercambio de información”.
Muchos han venido a reconocer, tardíamente, que el despojo de sus distinciones y el destierro de Sakharov a la ciudad de Gorky, vedada entonces a la visita de extranjeros, la prohibición de usar teléfonos y la interferencia de las ondas para que no escuchara radio, configuraron una tremenda injusticia, de la que vino a ser rescatado poco antes de su muerte por Mihail Gorvachov en medio del proceso de replanteamiento de la vida soviética.
Al cumplirse ahora cien años del nacimiento de Andrei Dimitrievich Sakharov, bien vale la pena recordar los mensajes de ese luchador de causas como la libertad intelectual, el debate abierto sobre los temas públicos, la necesidad de una opinión pública informada, una educación pluralista y no tendenciosa, el rechazo al autoritarismo, la defensa de la libertad de prensa y la vivencia de la solidaridad humana.
Seguramente hoy siguen vigentes las reflexiones de quien sufrió las consecuencias políticas y personales de pensar de manera diferente, ante quienes pretendían la uniformidad de comportamiento de los espíritus. Continúan abiertas las advertencias de quien defendió sin vacilaciones la idea, siempre en riesgo, de luchar por la libertad, cuando asechan los fantasmas de las ilusiones autoritarias o de la miopía revanchista, que pueden terminar por suprimirla. También, y sobre todo, vibra su llamado al respeto de los derechos humanos, no solamente desde los gobiernos, sino en el seno mismo de la vida cotidiana de la sociedad; esto es, sin incurrir en la contradicción de defender los propios, pero afectar los de los demás.
