Los caminantes

Sorayda Peguero Isaac
22 de junio de 2019 - 07:00 a. m.

Podría decir que volví a Madrid para hacerle una reverencia a los sauces llorones que hay en esa calle de cuyo nombre nunca me acuerdo, o para coquetear con un bulldog francés que se paseaba por el Barrio de las Letras con un cuadre a lo Charlotte. Podría decir, si alguien me pregunta, que vine a Madrid para encontrarme con gente que habla con un acento igual al mío, y quizás con alguien que en vez de “tú” dice “vos”. Que vine a recorrer el Parque del Retiro con unas alpargatas de siete centímetros –nunca más–, y a incumplir mi promesa de no comprar más libros en lo que queda del año. Podría decir que llegué a Madrid de madrugada para desayunar churros con chocolate, para bajar la Cuesta de Moyano cuando los libreros empiezan a abrir sus casetas, o para recordar que hubo un tiempo en que Héctor Alterio caminaba por las calles de Buenos Aires y los porteños le gritaban: “¡La puta que vale la pena estar vivo!”.

La frase la decía el personaje de Alterio en Caballos salvajes, esa película que empieza con un monólogo de la genial Aída Bortnik. En la primera escena, Alterio camina entre la multitud con una gabardina, gafas oscuras, un sombrero y una mochila colgada de un solo hombro. Mientras avanza se escucha su propia voz: “Se puede vivir una larga vida sin aprender nada. Se puede durar sobre la Tierra sin agregar ni cambiar una pincelada del paisaje; se puede simplemente no estar muerto sin estar tampoco vivo. Basta con no amar nunca, a nada, a nadie. Es la única receta infalible para no sufrir. Yo aposté mi vida a todo lo contrario. Y hacía muchos años que definitivamente había dejado de importarme si lo perdido era más que lo ganado. Creía que ya estábamos a mano, el mundo y yo, ahora que ninguno de los dos respetaba demasiado al otro. Pero un día descubrí que todavía podía hacer algo para estar completamente vivo antes de estar definitivamente muerto. Entonces, me puse en movimiento”.

Ponerse en movimiento es algo que los muertos no pueden hacer y que los vivos practicamos cada vez con menos frecuencia. Nuestra capacidad de erguirnos en vertical para caminar al aire libre, por puro placer, es casi un acto subversivo. Estamos teniendo un affair peligroso con las sillas de oficina, el sofá y los asientos reclinables. Si nos desplazamos, por muy corta que sea la distancia, disponer de las piernas no está entre nuestras opciones favoritas. Rebecca Solnit, en su libro Wanderlust: una historia del caminar (Capitán Swing), dice que “el caminar como una actividad cultural, como un placer, como un viaje o simplemente como un modo de moverse está decayendo y, al decaer, desaparece una relación antigua y profunda entre cuerpo, mundo e imaginación”.

Las emociones estéticas salen al encuentro del caminante que no se rige por la dictadura de las prisas y del tiempo. Al caminar somos uno con el paisaje que se va creando, que cambia mientras recorremos el camino. Caminando somos una especie inquieta que se resiste a desaprender lo esencial. Se abre una claraboya que ventila nuevas ideas, y a veces recuperamos cosas que creíamos olvidadas, o totalmente perdidas. El paseo de esta mañana me trajo las memorias de Aída Bortnik, que solía caminar por las calles de Madrid con el también guionista Juan Carlos Frugone. Dos amigos compartiendo el infortunio del exilio argentino de los años 70, que iban al cine los “días de damas” porque no tenían dinero para más, unidos por el sudor de sus manos entrelazadas y por la devoción que sentían por el maestro Fellini. Soñadores con poquísimas monedas, sí, pero definitivamente vivos.

sorayda.peguero@gmail.com

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