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Los discriminados gritan

Yolanda Ruiz
18 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

El rumor que suena por las calles del mundo, que grita hoy contra el racismo y derriba estatuas a su paso, es un clamor que se suma a otras voces que retumban por todo el planeta desde hace meses. Son las voces de los negros, los latinos, los pobres de todas las nacionalidades, culturas y religiones. Y son millones. Son los que hoy salen en Minneapolis, Washington o Nueva York. Son los migrantes negros y árabes que levantan sus voces y carteles en París, la Ciudad Luz que es oscura para muchos. Son los que hicieron sonar las cacerolas en los meses finales del año 2019, los que salieron a las calles en Chile y en Colombia. Son los que se han sentido discriminados, excluidos, marginados. Ya venían gritando las mujeres en una ola sin parar desde que estalló el #MeToo o #YoTambién. El mundo asiste a un momento clave que se gesta en las calles aunque la pandemia nos tenga confinados.

Quisiera tener el don de viajar en el tiempo para ver cómo van a contar los historiadores en 50 años este momento específico. Quisiera saber a dónde nos lleva la indignación y si alguien encuentra el camino para canalizar esa rabia. Llevo días intentando entender y definir lo que pienso y siento sobre las estatuas de esclavistas que van cayendo como piezas de dominó por distintos lugares del mundo. Me sobrecoge la necesidad de los ciudadanos de derribar esos símbolos. No se puede con total simplicidad tildar eso de “vandalismo”, cuando lo que representa es un rechazo profundo a un racismo que sigue siendo real y brutal, aunque las leyes ordenen igualdad. Es un acto político que quiere resignificar la historia. Es claro y me siento solidaria con el motivo de la protesta.

Me pregunto, sin embargo, hasta dónde podemos llegar por el camino de mirar el pasado con ojos de presente y si por esa vía tendremos que derribar y quemar todo lo que en su momento se construyó sobre la base de dignidades pisoteadas. Habrá que tumbar el mundo, dirán algunos. Muchos de los grandes monumentos que se guardan con admiración para la posteridad se hicieron sobre el sufrimiento de los esclavos o el sometimiento de países enteros que hoy viven en la miseria. Guardar memoria de la historia es importante para entender lo que somos y de dónde venimos. Lo claro es que sí tendremos que mirar el pasado de otra manera para contar también la historia de los excluidos. Narrar ese pasado con más voces, rescatar lo que marginaron para ver si eso ayuda a rearmar un presente y un futuro en los que haya espacio para todos. Escribía en este espacio cuando se dieron las marchas en Colombia que sentía ser testigo de un momento histórico. Seis meses después lo sigo sintiendo y no acabo de entenderlo porque estamos en mitad de la tormenta.

Los que tumban estatuas y los que pintan paredes gritan que esa vieja normalidad a la que se añora volver después de la pandemia no es buena para todos. Es la normalidad de ser pisoteado o discriminado porque la piel es más oscura, por tener vagina, por ser homosexual o porque en la lotería del nacimiento a miles les tocó ser pobres. Nos acostumbramos a que hay gente que se muere de hambre y otros se mueren de obesidad. Nos acostumbramos a que los derechos consagrados en leyes y acuerdos internacionales no se cumplen para muchos. Nos acostumbramos a ser tratados de manera diferente por la apariencia o por la persona a la que amamos. Eso, no importa que lleve siglos ocurriendo, no está bien.

Me llama la atención que una vez más las élites, quienes mueven los hilos del mundo, no escuchan el rumor del tsunami que se avecina y creen que esto es asunto de meterle fuerza para contener a los que protestan. No son unos cuantos revoltosos. Hay algo más. En el mundo camina en estos tiempos un sentimiento de hastío, de cansancio. Los discriminados gritan. Veremos a dónde nos llevan esas voces.

 

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