Los enemigos íntimos de la democracia (II)

Rodrigo Uprimny
27 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

En mi última columna comenté la tesis de Todorov de que hoy las democracias no son asesinadas súbitamente por enemigos externos, sino que mueren lentamente, asediadas por tres enemigos internos: el populismo autoritario, el mesianismo y el neoliberalismo. Y ofrecí ejemplos de democracias erosionadas desde la izquierda (Venezuela) y desde la derecha (Hungría) como consecuencia del mesianismo y del populismo. Algunos lectores me criticaron que no hubiera mostrado cómo la democracia podía ser erosionada por el neoliberalismo. Intento cubrir ese vacío.

El neoliberalismo es un liberalismo económico extremo que no se limita a defender una economía de mercado, que es una postura razonable y legítima, sino que postula una verdadera sociedad de mercado, una forma de capitalismo salvaje, por cuanto defiende que el mercado y la acumulación de capital no deben ser limitados ni interferidos por el Estado, ni por los derechos sociales, ni por la democracia. Y por eso ha promovido igualmente una liberalización financiera a nivel internacional que permite una circulación de los capitales casi sin restricciones.

Todorov muestra lúcidamente que estas políticas neoliberales han tenido impactos antidemocráticos. Inspirado por ese análisis de Todorov, pero sin seguirlo estrictamente, quisiera resaltar tres aspectos del neoliberalismo que minan la democracia.

Primero, la filosofía neoliberal defiende, en forma mucho más radical que Adam Smith, la tesis de que cada uno, persiguiendo su interés individual, contribuye, gracias a la “mano invisible” del mercado, al bienestar colectivo, con lo cual promueve un individualismo extremo. Segundo, la globalización financiera neoliberal lleva a una competencia a la baja entre los Estados en las regulaciones legales y a nivel tributario, en especial en los impuestos directos, con el fin de atraer las inversiones. Tercero, el neoliberalismo ha incrementado las desigualdades económicas, como lo han documentado estudios como los de Piketty, lo cual, a su vez, ha reducido la movilidad social.

El impacto negativo de estas tres dinámicas es profundo. El individualismo extremo erosiona la solidaridad, pues ninguna persona tendría deberes hacia quienes están en la pobreza, lo cual mina la cohesión social y las confianzas interpersonales necesarias para que existan comunidades políticas democráticas sólidas, intensifica las divisiones sociales y debilita el papel mediador del Estado. La rebaja de impuestos, en especial de los directos, y la flexibilización de las regulaciones sociales pueden ser una estrategia racional de un país individual para atraer inversiones, pero es globalmente catastrófica, pues mina la capacidad regulatoria de los Estados nacionales y su posibilidad de recolectar tributos para desarrollar políticas sociales robustas. El incremento de la desigualdad social y económica no solo acentúa las tensiones sociales y alimenta liderazgos populistas autoritarios, sino que además otorga un poder desmedido a los grupos económicos sobre las dinámicas políticas por su enorme impacto sobre las campañas electorales. La concentración de poder económico favorece así la concentración de poder político, que a su vez alimenta la concentración económica. La democracia se vuelve plutocracia.

La extrema liberalización económica, propia de la filosofía neoliberal, es entonces incompatible con la democracia y la libertad genuinas. Todorov ilustra esa incompatibilidad con una bella referencia al cura dominico Jean-Baptiste Henri Lacordaire, quien ya en 1848 dijo lapidariamente: “Entre el poderoso y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el criado, es la libertad la que oprime y es la ley la que libera”.

* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.

 

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