Los graneros del futuro

William Ospina
16 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.
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¿Cómo cobrar en Colombia cada deuda de una violencia de 50 años, sin terminar siendo parte de esos mismos bandos que sembraron el caos y quieren que nos eternicemos en él? Lo que enseña nuestra historia es que es inútil linchar a los responsables si no se corrigen por fin las grandes causas del conflicto.

Las guerrillas fueron fruto de la irresponsabilidad del Estado colombiano, que no fue capaz de impedir la inmolación de 300.000 campesinos ni la destrucción del país agrario, y que convirtió a los indignados campesinos de Marquetalia, Riochiquito y Guayabero en un ejército insurgente, alimentándolo con bombas cuando lo único que pedían eran unos puestos de salud y unos puentes.

Un puñado de hombres valientes y rencorosos se convirtió en una guerrilla implacable, cada día con menos escrúpulos, y la guerra hizo el resto. Pronto los ideales políticos desaparecieron ante la usura de los días y de los enemigos. Ese Estado, que no fue capaz de atenderlos y de neutralizarlos a tiempo, no ahorró recursos públicos para combatirlos, no tuvo escrúpulos en bombardear por años el territorio de la patria, en matar y matar a unos colombianos a los que había empujado a convertirse en secuestradores y en asesinos.

Tenía que haberlos escuchado y comprendido a tiempo, pero los políticos (ay, los políticos), desde sus curules en un Congreso infame, que siempre legislaba mal sobre asuntos agrarios porque era un Congreso de terratenientes, alentaron con su veneno esa guerra que era apátrida porque era una guerra entre colombianos, pero que sobre todo era estéril, porque al cabo de 40 años de bombas ya no eran un puñado de rebeldes primitivos sino un ejército de 40.000 hombres dedicados al secuestro y a la extorsión, al que no se podía derrotar en una guerra convencional, porque estaba disperso en la geografía más difícil del continente.

Entonces empezó la guerra irregular, a la que solo llamamos guerra porque no tenemos otro nombre. Era monstruosa por una razón adicional, especialmente innoble, y es que aquí, después de la Gv uerra de los Mil Días, donde los ejércitos todavía combatían, ya no volvió a haber combates, con toda su ritualidad infernal, sino emboscadas, ataques a mansalva sobre enemigos descuidados, vulgares masacres de seres indefensos, criminales que se ensañan sobre poblaciones desarmadas, con la triste estrategia de que si no se puede enfrentar al enemigo hay que desalentar a sus posibles simpatizantes, hay que sembrar el espanto porque no hay semilla de ninguna clase que dejen crecer los buitres del miedo.

Pero además a esa guerra le llegó combustible. La estúpida guerra de las drogas, que volvió criminal la agricultura de subsistencia, depravó el comercio, alentó la rapiña de los traficantes y convirtió el ejercicio de surtir el ávido mercado de los consumidores del llamado primer mundo en una degradación de toda la sociedad. Así como la guerra contra las guerrillas las fortalecía, así la guerra contra el tráfico, no contra el consumo, aceitó las ruedas de un negocio sangriento, y le dio nuevas fuerzas y nuevas alas a la discordia interna.

Soldados morían, guerrilleros atacaban, intermediarios cobraban, delincuentes traficaban, finqueros se defendían; el Estado era infinitamente inferior a su deber de ocupar el territorio, de resolver problemas, impedir conflictos, estimular procesos productivos, proteger ecosistemas y salvar vidas; políticos se enfrentaban, grandes oportunistas entregaban el país a los monopolios, políticas tortuosas sacrificaban la industria, propietarios codiciosos cercaban para siempre tierras improductivas, y lenta y gradualmente se daban maridajes entre las viejas castas y las nuevas.

Los finqueros se armaban, los empresarios contrataban seguridad privada, el ejército legal prestaba asesoría a los ejércitos ilegales que era su deber combatir, si no por dignidad al menos por puro instinto de supervivencia, y lentamente lo que el Estado no sabía hacer volvieron a hacerlo los particulares, sin apego a ley alguna, o sea de un modo cada vez más atroz, más siniestro, cada vez más fuera de madre, en esos cuadros de delirio cósmico cuando basta que un patrón haga una señal para que sus esbirros multipliquen sus intenciones y el horror guardado en los sótanos de la condición humana haga el resto.

La guerrilla lo hizo y sus adversarios lo hicieron cada vez más; pero no eran Héctor y Aquiles enfrentados, solo quedaba el recuerdo de las degollinas y las decapitaciones de los años 50, de los desmembramientos y toda esa carnicería sin heroísmo que sembró aquí la Conquista y que volvió a renacer siempre que la despertó la injusticia.

Por eso es hora de no tomar partido. Hubo un conflicto largo y monstruoso y todos los bandos se degradaron en él. Y el mayor responsable es el Estado que no impidió a tiempo la “incestuosa guerra”, como la llamaba Borges, y que ahora cada cierto tiempo toma partido por un bando o por otro. Ese Estado hace tiempo no engrandece al país que ha sido la principal víctima, y cada vez que diseña la paz inclina la balanza hacia uno de los bandos y aviva la discordia.

Pero de ese Estado balbuciente y cínico que solo garantiza privilegios, que no protege a nadie, todos somos responsables por acción o por omisión, y hay que saber que, mientras no lo reformemos, la principal responsabilidad seguirá siendo nuestra.

¿Quieren cobrar las deudas? Muy bien, pero tendrían que cobrarlas todas. Y no caer en la tentación de ser muy selectivos en la venganza, de descargar en unos cuantos la culpa de miles, o en uno solo las culpas de todos, no porque sea injusto ese castigo, sino porque a la sombra del demonio simbólico hay una barbarie inmensa que pasa de agache, lista para recomenzar, y a veces los mayores responsables, los más antiguos y eficientes, terminan siendo los que juzgan y los que absuelven o condenan. En las sociedades señoriales hay unas castas que se benefician de todo pero nunca son responsables de nada.

Todo esto significa que a lo mejor la guerra está llegando a su fin. Pero no terminará con la distribución de las culpas y de los castigos: eso forma parte de la guerra. Acabará, solamente, cuando se rompan los hilos que movieron a todas las fuerzas de ese combate, no por innoble menos doloroso y extenuante. Cuando por fin se corrijan las causas que engendraron tantos monstruos, y se abran de verdad, para millones de seres humanos, los graneros del futuro.

 

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