Los límites de la ciencia

Julio César Londoño
11 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

El poder de la ciencia es pasmoso. Puede hacerle la autopsia a un señor muerto hace 1.000 años, devolverle la vista a un ciego y la voz a un mudo, corregir desde el laboratorio, o desde el vientre, la cardiopatía congénita que tendría un bebé, saber de qué está hecha la estrella Alfa Centauro, provocar lluvias, descubrir entre los murmullos de 7.000 millones de personas la voz del señor K, o clonarlo, repintar el arcoíris, trazar la cronología de los primeros siete milisegundos del Big Bang, escanear el cerebro y acosar la conciencia (lo que sea eso). El mismísimo Jehová debe estar sorprendido.

Pero también tiene límites infranqueables. Hay muchas cosas que la ciencia no puede hacer.

No puede demostrar los axiomas ni los postulados de la matemática. Peor aún, “La maldición de Gödel” predice que nunca se construirá un sistema formal —matemático, lógico ni jurídico— que sea completo y consistente, uno que esté libre al fin de paradojas, de asuntos “indecidibles” y de esas proposiciones epilépticas que son ciertas ahora y falsas un segundo después y otra vez ciertas...

No puede evitar, ay, que la mirada del observador altere el objeto.

No puede emitir juicios éticos ni estéticos. Con todo y su poder, no puede demostrar que Hitler era mala persona, o que Trump será clave en el nuevo desorden mundial. Ni que los velos de mármol de las esculturas de Giovanni Strazza son bellos, ni que las efímeras obras de Doris Salcedo tienen mucha más fuerza que las robustas criaturas de Botero.

También fracasa con las proposiciones metafísicas. No puede refutar afirmaciones tiernas, como esa de que los colombianos somos los más felices de los felices. Ni probar que Dios existe. O que no existe. Lo único claro es que Él insiste.

Tampoco puede controlar ahora las alas de esa mariposa de Borneo que afectará el clima de Cali en marzo.

A pesar de estas limitaciones, ¿crecerá siempre la ciencia? ¿Hasta dónde? Nadie lo sabe, ni siquiera yo. Es probable que haya límites a nuestra inteligencia, que seamos incapaces de imaginar universos de más de once dimensiones, o que el cerebro resulte incapaz de entender el funcionamiento del cerebro, o que nos enloquezcan las infinitas excepciones de las reglas. Es probable que el límite sea arbitrario y un tribunal de sabios decida que es mejor no averiguar ciertas cosas.

El escenario más optimista es el de una ciencia que crece y crece sin límite hasta que, un día, lo sabe todo, y los hombres de ciencia tienen que dedicarse a estudiar universos virtuales, geometrías no riemannianas, lógicas absurdas y perspectivas escherianas, o redactar la gramática de la lengua de un mundo imaginario, como cualquier Borges espléndido y ocioso.

Otro escenario es el de la ciencia irónica, que en lugar de expandirse se autolimita, acatando, dócil, las maldiciones de Gödel y Heisenberg. Es una ciencia que se contrae y profundiza, como los dominios de los superespecialistas.

Sea cual sea su futuro, lo deseable es que el científico tenga un peso social acorde con su papel. Ahora sabe mucho y pesa poco, mucho menos que el político, el empresario y el banquero, que lo utilizan a su antojo y hasta adulteran sus conclusiones. Buena parte de la información que circula con el sello de la ciencia, por ejemplo la “literatura médica”, está manipulada por la industria farmacéutica.

Así llegamos al peor escenario: los hacedores de conocimiento están controlados por mercachifles, unos sujetos de horizontes cortos y sueños mezquinos.

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