Los niños de la guerra

Héctor Abad Faciolince
18 de agosto de 2019 - 00:00 a. m.

Lo que más me gusta de esta película, Monos, de Alejandro Landes (quien antes había hecho Cocaleros en Bolivia y Porfirio en Colombia, obras que ya anunciaban su talento cinematográfico), y de su lectura de la guerra colombiana, es su ausencia total de cualquier moraleja y, con mayor razón, de toda moralina. Lo que vemos es el horror, el salvajismo, la degradación de lo humano en los círculos descendientes del infierno, contado con el contraste perturbador de una belleza extraordinaria: la del paisaje, el encuadre, el equilibrio de los colores, el casting impecable de los personajes, la música que se confunde con los sonidos de la naturaleza y de la violencia (un acierto, este último, de Mica Levy, que hace un aporte ideal a la tensión narrativa del film).

La primera palabra que se oye en la película, desde una primera toma que nos deja ya sin aliento, al subir lentamente de las piedras y la arena hasta el cielo, es “Rambo”. Y cuando vemos a Rambo surge la primera ambigüedad que se mantiene a lo largo de todo el film: no sabemos si ese frágil niño armado es un adolescente o una adolescente. Esa figura andrógina que juega a ser guerrera, que se defiende de su fragilidad de mujer fingiéndose hombre, o de su fragilidad de niño fingiéndose grande, nos perseguirá durante toda la película. Sin definir un sitio, un grupo armado, ni siquiera un país, Monos nos muestra la anomia en que desembocó el conflicto colombiano: esa falta de normas y de toda ética que nos devolvió al “estado de naturaleza” en sentido hobbesiano, ese que al mismo tiempo que nos iguala nos hunde en el fango. Una mezcla entre El Señor de las moscas y El corazón de las tinieblas, según las mismas claves de lectura de las que ha hablado el director.

Las dos mitades de la película se dividen por climas: en la primera estamos en tierra fría, el páramo gélido cerca de los 4.000 metros de altitud, y en la segunda en tierra caliente, en la humedad asfixiante de la selva profunda. Desde el frío desolado de la vaca lechera (Shakira) y las fiestas orgiásticas de hongos o aguardiente, en la alta montaña, hasta los insectos, el pantano, la lluvia infatigable y los ríos turbulentos de la selva. Armas, radios, refugios, helicópteros y bombas de alta tecnología, al lado de palos, piedras, lianas, lucha cuerpo a cuerpo. ¿Y qué hay detrás? Rabia y ternura al mismo tiempo, una mirada que siente repugnancia y compasión, dos sentimientos que se repiten en los espectadores atónitos ante tanta crueldad envuelta en tanta belleza.

No asistimos a la violencia gratuita y risueña de Tarantino, que la normaliza y la banaliza, sino a la violencia elemental, primitiva, que subyace siempre en el homo sapiens cuando se despoja de toda cultura hasta volver a ser lobo, aullido y mordisco para los demás. Cópula y sangre, dominación del más fuerte, lealtad ciega y talión de la venganza. Y lo más interesante de este descenso en los grados de la degradación es que se logra con una mezcla de infierno y paraíso: el primero, de la violencia y el segundo, del sobrecogedor paisaje tropical.

Nos encontramos, como bien anota Samuel Castro en Kinetoscopio, “ante la mejor película de guerra que se ha filmado en el país. Una película capaz de recordarnos nuestros pecados sin dar sermones, de embellecer nuestro conflicto sin enaltecerlo y de preguntarnos, hasta la mismísima escena final, qué vamos a hacer con esta guerra interminable que es Colombia”. Yo incluso me atrevería a quitar el apelativo “de guerra”, para ser más categórico.

Y para despojar de moralina y de ideología esta durísima historia, el procedimiento de Alejandro Landes, brillante, ha consistido en acercarnos a la realidad mediante el arma de lo abstracto y lo fantástico: estos niños que crecen parecen jugar a la guerra dentro de una fábula. Una fábula que —todos en Colombia lo sabemos— es tan real, como dolorosa y mortal.

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