Sombrero de Mago

Los niños de Trump

Reinaldo Spitaletta
03 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Todos los síntomas (léase medidas, comportamientos, actitudes, etc.) indican que Donald Trump es un fascista. Nada más con el tratamiento que su gobierno les ha dado a los niños, los hijos de miles de migrantes indocumentados que ante las situaciones de miseria de sus países aún creen en el “sueño americano”, hay una violación flagrante a los derechos infantiles. En esencia, secuestrados en albergues, apartados de sus padres, segregados, los pelados han sufrido desarraigos y otras vicisitudes.

“Huérfanos por decreto”, como los han calificado organismos de derechos humanos, los hijos de los migrantes son víctimas de la “tolerancia cero” del presidente estadounidense. Hay en la represiva actitud una suerte de doble moral, tan afecta en el ejercicio de los gobernantes gringos, que cabalga en el país más rico del mundo y cuyos orígenes y formación histórica está basado en la presencia masiva de inmigrantes. Por ejemplo, la mamá de Trump, Mary Anne MacLeo, llegó como inmigrante ilegal a Nueva York en los años treinta.

Los niños de Trump, valga la ironía, están confinados en refugios en Texas, que recuerdan, por ciertas similitudes, a los campos de concentración. Para estos pequeños no hay aquello, tan encantador e imaginativo, de “érase una vez”. Allí no están para que les relaten historias, sino para darles, según la política antimigratoria de Washington, un escarmiento, en particular a sus padres.

Seguidores del magnate devenido presidente, en una muestra de inhumanidad, se burlaron de pequeños que aparecían en jaulas en los refugios. “¿Mira al pequeño mono en el zoológico?”, se preguntó un racista al ver a uno de los chicos. “Los mantendremos en los centros de detención hasta que un estadounidense necesite un órgano. Solo el órgano dejará la detención”, escribió otro en redes sociales. Todo un matoneo discriminatorio contra los hijos de migrantes.

Dos columnistas, Amy Goodman y Denis Moynihan, recordaron un horrendo episodio del año 68, cuando tropas estadounidenses cometieron una masacre de civiles en la aldea de My Lai, en Vietnam, denunciada después por periodistas como Mike Wallace y Seymour Hersh. Entre los asesinados había muchos bebés vietnamitas. Ambos columnistas citaron fuentes que advertían que, desde octubre pasado, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, a través de su servicio de inmigración, secuestró a más de 3.700 niños.

La crueldad del gobierno de Trump al separar de sus padres a los niños, a los hijos de los migrantes ilegales, es, sin duda, una actitud propia de regímenes que niegan y vulneran los derechos humanos. Una demostración de insensibilidad, pero, ante todo, de arbitrariedad y atropello. El drama de los inmigrantes se aumenta con el desprendimiento forzoso de sus hijos menores. Sin saber adónde fueron a parar.

Una tragedia a escala sobre tan dolorosa situación lo relata una inmigrante hondureña: “ese es el mayor miedo: ser separada de mis hijos. Hui del peligro en Honduras. Y si me quitaran a mis hijos aquí en Estados Unidos, no sé qué haría. Pienso en esto día y noche, cuando veo a mis hijos, cuando los apronto, cuando están despiertos, cuando me piden comida, cuando van al baño… pienso que las autoridades estadounidenses podrían quitármelos y no sé qué haría”.

Estos deplorables desafueros oficiales tal vez hagan recordar, en otros ámbitos, la suerte de los niños en distintas épocas, como la de las cruzadas, cuando miles de ellos perecieron de hambre, ahogados, por enfermedades, en fin, en un malhadado episodio que también ha sido narrado por escritores de ficción e historiadores. O las desventuras, más modernas, de los niños a los que el trabajo les roba su infancia.

Ahí están los niños esclavizados en maquilas; los vendedores de confites en autobuses y trenes; los chiquillos que no saben de cuentos de hadas, pero sí de los maltratos, de las hambrunas, de las carencias. Y los niños, sobre todo centroamericanos, que, junto con sus padres, llegan a cruzar la frontera de EE UU., son recibidos como una peste, como si se tratara de una epidemia de alta peligrosidad.

Los niños de Trump, aquellos de los cuales se mofan seguidores del presidente, están presos, aunque se diga que donde permanecen (de algunos no se sabe su paradero) son refugios o casas de acogida. Y tal vez su suerte sea más infeliz que la de Oliver Twist, personaje de Dickens en la novela del mismo nombre.

En 1969, un reportero de la CBS le preguntaba a un implicado en la masacre de My Lai si también habían matado bebés. En su relato, el militar dijo que las madres suplicaban y abrazaban a sus hijos y… “bueno, seguimos disparando. Ellos agitaban los brazos”. “Sí, también bebés”, dijo. Hoy, entre los niños apresados por Estados Unidos, en efecto, también hay bebés. Puede tratarse de una nueva barbarie.

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