Los pies de Padura

Héctor Abad Faciolince
02 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

¿A quién conozco más, a Mario Conde, expolicía, comerciante de libros, detective ocasional y protagonista de ocho novelas, o a su creador, Leonardo Padura? A Padura lo he visto, he conversado con él, hemos comido y bebido juntos, hemos intercambiado algunas confidencias. A Conde no lo he visto (salvo que verlo sea ver al actor que lo representa en una serie, Jorge Perugorría), no le he dado la mano y, no obstante, he pasado tantas horas con él —leyendo sus aventuras y sus desventuras— que siento que lo conozco mejor que a Padura.

Sin embargo, si en don Quijote uno cree intuir a don Miguel de Cervantes, y si el coronel Aureliano Buendía tiene tics mentales que uno pudo ver en García Márquez, ¿lo que sé de Conde no podré creerlo también de Padura? Conde es apenas un año más viejo que quien lo imaginó; Conde no estuvo en Angola —como Padura—, pero su amigo íntimo, el Flaco, sí que estuvo allá y no puede olvidarlo. He pensado estas cosas, como todo lector ingenuo, mientras leía la última novela de la saga de Conde, La transparencia del tiempo, la cual acabo de presentar en Ulibro, esa estupenda feria literaria de Bucaramanga.

Al hundirme en la novela sufrí con Conde cuando temí que lo fueran a matar; bebí con él sus rones excesivos; probé en mi boca el arroz de doña Josefina; me tragué su Viagra antes de hacer el amor con Tamara; y sobre todo estuve caminando con sus pies y viendo con sus ojos la ciudad de La Habana. Una Habana a la que no voy desde hace casi 20 años y, supongo, habrá cambiado mucho. Sin duda ha cambiado mucho, según lo que cuenta Conde, o su escriba, Padura.

Las novelas de Padura tienen la cualidad indudable de mezclar en dosis bien medidas la historia con la ficción, los hechos con circunstancias imaginarias, la realidad política con el mundo mental de quienes viven en esa realidad. Eso es lo fascinante: que nos sumerge en un mundo real y luego nos lo interpreta con sus ojos y su pensamiento, que es siempre algo en lo que se mezclan lo objetivo y lo subjetivo, los prejuicios y los juicios, la repulsión y el agrado.

Lo que a Padura le pasa en Cuba es muy parecido a lo que le ocurre allí mismo a su entrañable personaje, Conde. Si uno quiere saber cómo está la Cuba más reciente, la de un poco antes de la muerte de Fidel, conviene mucho leer La transparencia del tiempo. En esta novela la isla tropical se entrelaza con sus orígenes españoles, africanos y católicos; con su pasado de inmigrantes y su presente de fugitivos; con una sociedad que aspiró a ser igualitaria (donde la gran mayoría llegó a tener cierta dignidad en medio de la pobreza) y que hoy, al menos en las condiciones exteriores de vida, parece casi tan desigual como la colombiana, con sus nuevos burgueses y sus nuevos miserables.

En busca de los ladrones de una virgen negra, detrás de asesinos y traficantes de arte, mirando despacio monstruos y beldades, Conde nos lleva a caminar con él por los mundos, los inframundos y los hipermundos de La Habana. Y varios personajes, después de mucho andar, se miran los pies. Esos pies que los han llevado por tantas partes: montañas catalanas, playas francesas, fortalezas levantinas y ciudades santas, puertos europeos, puertos africanos y puertos cubanos. Cuando alguien, en esta novela, está muriendo, con los pies pa’delante, cada uno se los mira despacio y agradece sus pasos, sus servicios.

Tras leer mucho a un autor, que es lo que yo he hecho en los últimos años con Padura, ¿a quién quiere uno más, a sus libros o al escritor de esos libros? Todo escritor puede ser mejor o peor que su obra. El caso es que al terminar esta novela, como cuando leí El hombre que amaba los perros, yo sentí por parejo un gran cariño por el escritor y por el libro. Un gran cariño por el personaje que cumplió 60 años y por el autor que los iba a cumplir. Y en cierto modo, al leer, sentí que ambos conversaban conmigo, con un sesentón inminente que comparte la misma incredulidad y la misma angustia.

 

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