Los viejos verdes y las intocables

Héctor Abad Faciolince
07 de abril de 2019 - 05:00 a. m.

La única vez que estuve en el Japón, una joven madre cubana —casada con un japonés— me contó la siguiente historia: cuando llegó el día en que su niña debía ir a la escuela, la empezó a llevar al kínder del barrio, en Tokio. Todas las tardes, como es lo habitual, iba por su niña a la escuela y cuando esta salía a la puerta, la recibía con grandes aspavientos, besos, abrazos y muchas muestras de cariño físico. Las madres y los padres japoneses acogían a sus hijos con una higiénica distancia que excluía cualquier tipo de afecto explícito. Al cabo de unas cuantas semanas ocurrió algo rarísimo para la cubana: un grupo de niñas japonesas empezaron a hacer fila detrás de su hija; querían recibir ellas también una carantoña, un beso y un abrazo.

Las muestras de afecto físico son muy distintas de cultura a cultura. Un ícono de la cultura pop es el apasionado beso en la boca que se dieron, saludándose, el líder soviético Breznev y el secretario del Partido Comunista de la RDA, Honecker. En Francia los hombres se saludan de beso en la mejilla; en Egipto los jóvenes hombres caminan por la calle tomados de la mano. En los países árabes no está bien visto que uno salude de mano (y mucho menos de beso) a la novia, la hermana o la esposa de un amigo. Salvo las propias esposas, el resto de las mujeres son intocables para los hombres en casi todas las culturas donde la religión predominante es el islam.

Recuerdo todo esto a propósito de Joe Biden, quien fuera vicepresidente de Obama, y es ahora aspirante a candidato por el Partido Demócrata. Biden está en graves aprietos en Estados Unidos por su costumbre de tocar, abrazar, incluso besar, a las personas (hombres y mujeres) con quienes conversa. Las dos mujeres que lo acusan de esta conducta admiten que no había en sus gestos la menor insinuación sexual, pero que estas familiaridades, de todas formas, hirieron su sensibilidad y las hicieron sentir incómodas. Hoy en día hasta el menor asomo de incomodidad (particularmente en la universidad gringa) es castigado con aguaceros de tinta y vendavales de indignación. Y aunque la conducta de Biden está lejos del verdadero acoso sexual, éste ha tenido que pedir perdón por sus actos y ha asegurado que en adelante mantendrá mucha más distancia física con todos sus interlocutores, especialmente si son mujeres.

En la susceptible cultura occidental contemporánea, y sobre todo entre los protestantes, se ha impuesto terminantemente la idea de que los hombres no deben tocar jamás a las mujeres desconocidas. De alguna manera nos estamos acercando más, en cuanto a las relaciones mixtas, a la norma cultural de los musulmanes: ningún hombre debe tocar nunca a una mujer, ya que todo roce se puede interpretar como una insinuación sexual. Yo, desde hace tiempos, ni siquiera extiendo la mano cuando me presentan a una mujer, y solo la doy si antes ella me estira la suya.

Recuerdo que cuando viví unos meses en Estados Unidos incluso las miradas estaban muy mal vistas. Lo que los gringos llaman el eye contact, el contacto visual, está reservado solo para los íntimos. La experiencia de tomar el metro en Boston es muy especial por esto. Nadie te mira ni debes mirar a nadie. Si uno pilla a otra persona mirándote, esa otra persona baja la vista de inmediato, como un rayo.

Estoy de acuerdo en que para las mujeres debe ser muy desagradable que un tipo las abrace, las toque o siquiera las mire cuando no tienen con él la menor intimidad. Los viejos de mi generación, en esta cultura latina, no evitábamos antes tener algunas muestras de afecto (con algún gesto físico) con las mujeres. En este ocaso de la existencia, cuando el fantasma de poder ser visto como un viejo verde es más real que nunca, lo único sensato es no tocar ni mirar nunca a una mujer. He llegado a la conclusión de que el único sentido que de ahora en adelante podré usar con las mujeres que no conozco bien, será el del oído. Y aun este, de lejitos más bien.

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