Masacre de líderes sociales

Yolanda Ruiz
05 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Recuerdo cuando las masacres sucedían en unos días o en unas horas y aparecían los cadáveres de 20 o 30 en una fila macabra o sus restos bajaban por el río o se apiñaban en una iglesia bombardeada con cilindros. Entonces nos aterrábamos y era noticia y el país se indignaba. Hoy la masacre es distinta, se hace uno por uno y los cuerpos se van regando por todo el país, pero es masacre también, aunque poco duele, poco conmueve y poco mueve porque nos quedamos discutiendo frente a los cuerpos de los líderes sociales asesinados si los están matando de manera sistemática o no. Como si saber eso hiciera que cada muerto muriera menos.

También discutimos frente a sus tumbas cuántos son, sin percatarnos de que son muchos, demasiados, y que se están llevando lentamente lo mejor de nuestra gente. Porque esos líderes son los que defienden a los otros, los que cuidan el agua y las montañas, los que se preocupan por los que perdieron sus tierras, los que reclaman, los que preguntan, los que no callan, los que ven más allá de lo suyo y piden justicia, respeto, decencia. Son también mujeres que despertaron por fin y se levantaron para liderar a sus comunidades. Seres humanos valiosos y valientes que quieren transformar, proteger y denunciar. Más allá de la cifra precisa, cada líder asesinado es una voz que se calla y un terror que se siembra para que otros no lo intenten ni lo piensen y así los grandes o pequeños mafiosos de los poderes oscuros locales o nacionales pueden seguir haciendo de las suyas sin un líder que incomode.

Y seguimos buscando al gran asesino, a la mano negra, a los 12 apóstoles o al demonio de Tasmania, sin descubrir que tal vez el monstruo no aparece porque no es uno, sino muchos que encontraron en el asesinato y en la intimidación la mejor manera de tramitar las diferencias. Pero eso tampoco es nuevo porque si aquí nos matamos por una cerveza, cómo será si alguien se atreve a cuestionar un poder en su pueblo. Creo que lo nuevo es que ahora estamos contando los muertos porque durante años no vimos esta masacre. Las otras, la de Mapiripán, la del Aro, la de Pueblo Bello y tantas más, no dejaban ver esas muertes silenciosas, pero fueron muchos los personeros, los concejales, los presidentes de juntas comunales, los defensores de derechos humanos, que cayeron desgranados uno a uno sin que doliera, sin que indignara ni a nadie le importara lo suficiente como para investigar y castigar a tanto asesino impune.

No entiende este país, que parece tan curado de espantos, que esos muertos somos todos y que sus asesinatos nos condenan porque seguimos sembrando semillas de violencia. Si esos muertos se nos convierten en paisaje seguiremos abriendo el camino a las manos negras que nos asfixian, que nos robaron la democracia en muchas regiones, que convirtieron la naturaleza y el Estado en su botín. Sin esos ojos y esas bocas que denuncian perdemos todos porque ganan ellos, los corruptos, los mafiosos, los asesinos de todos los pelambres que imponen la ley por su propia mano.

Si en Colombia gana el miedo a protestar, a discrepar, a reclamar, que no se sorprenda nadie cuando otra vez nos aterren las masacres de 30 o 40 en una noche. Ya mataron siete personas hace unos días en el Cauca. El horror está ahí. La muerte de líderes sociales es una masacre aunque sea distinta. Hoy la vemos, pero lo que no se ve todavía es que haya ganas de entender ni de actuar porque, como pasa con tantos problemas, creemos que es asunto de otros, que eso pasa lejos en ese otro país que pareciera no tener derechos, ni Constitución, ni justicia, ni nada. Esa tierra de nadie en donde “el problemita” de alguien que habla mucho, se resuelve fácil. Masacre es masacre y esta pasa día tras día ante los ojos de un país indolente.

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