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Hojas sueltas

Masacres y glifosato, la fórmula de la coca

Alfredo Molano Jimeno
31 de agosto de 2020 - 05:01 a. m.

La respuesta del Gobierno a la tragedia humanitaria que vive el suroccidente del país es más de lo mismo. El inexpresivo ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, sostuvo que la solución a las masacres es reactivar las aspersiones aéreas con glifosato. Anhelo que ha tenido la actual administración desde su llegada a la Casa de Nariño como un acto de lambonería con el gobierno estadounidense, que está pensando en su negocio: vender un químico prohibido en su país, para además obligarnos a comprarles las avionetas, los fusiles y contratarles los pilotos y sus mercenarios. Lo triste del plan es que es calcado de lo que se hizo en los años 90 y que justamente provocó la inundación de coca, paramilitares, carteles y masacres en el andén Pacífico.

La historia de la coca en el Pacífico arranca con la premisa expuesta por el ministro de guerra: glifosato y plomo para combatir masacres. La hoja de coca se empezó a sembrar en Nariño a mediados de los 80 en la zona cordillerana del norte, frontera con Cauca, justo donde hoy siguen llorando los muertos del último mes. Eran los días de la bonanza del cacao y la palma africana, cuyas plantaciones requerían grandes extensiones de tierra para ser rentables, lo que hizo que, poco a poco y con un par de masacres de por medio, los negros y los campesinos fueran perdiendo sus tierras a manos de los empresarios o “paisas”, como les dicen en la zona. Los cacaoteros arruinados se fueron a buscar suerte al Putumayo, donde la coca daba para comer y repetir. Fue entonces cuando hizo su aparición estelar el ingenio del norte: la DEA presionó al gobierno colombiano para que introdujera la aspersión área con glifosato y en 1997 se hizo la primera prueba piloto.

Un año después ya bañaban con este veneno los ríos de Puerto Guzmán, Puerto Asís, San Miguel y Caquetá. Los campesinos, que siempre han sabido resistir el hambre, empezaron a tumbar monte adentro, a cultivar en pequeñas chagras, a regar con melaza las matas después de que caía la lluvia del herbicida, para así salvar la cosecha. Al final, la fumigación sólo reguló la oferta y mantuvo los buenos precios, pero llegaron las erradicaciones forzadas y con ellas los paramilitares, entonces la gente se devolvió a su tierra, o más bien a sus ríos, al Micay, a Timbiquí, al Guapi, al Iscuandé o al Patía. Eso sí, volvieron con lo que habían aprendido, no para ser jornaleros de las tierras de las que fueron dueños. Llegaron a sembrar coca. Por esos días se oía de la gente del Cartel de Cali. Jairo Aparicio, José Santa Cruz y Pacho Herrera tenían un laboratorio en Guacamayas y llenaron de semillas de coca el municipio de Llorente (Nariño). En esta región hay condiciones perfectas para la siembra: selva, ríos, manglares, lluvia, nubes y mucha hambre.

Los narcos entonces se pusieron a la tarea de entregar fiadas las semillas, luego llevaron a sus sicarios y empezaron a apretar a la gente. El delta del río Patía sirvió de punta de lanza del negocio y tras los narcos, también vino la expansión guerrillera (1990-1998) para disputarles el control territorial y el negocio. Las Farc entraron por el río Micay, desde Argelia; y por el río Patía, entre Policarpa y Bocas de Santinga. En la disputa terciaron los paras, quienes se quedaron con las siembras y las rutas de los narcos luego de que la mayoría de estos cayeron presos o muertos.

Entonces vinieron días que se parecen a los que se viven hoy en Chocó, Cauca y Nariño. Empezaron con asesinatos selectivos de líderes comunitarios, después con crímenes para meter miedo, como los que vienen pasando en Alto Baudó, donde aparecen cuerpos desmembrados por manojos, para finalmente introducir la máxima de su técnica del terror: homicidios colectivos, como les gusta maquillarlos y así vendernos su falsa cura. La añeja tesis de regalarnos, o mejor sería decir regarnos, miedo para vendernos “seguridad”. Mientras tanto la coca seguirá su rumbo itinerante, paliando hambres entre masacres y glifosato.

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