Máximas de una historia mínima

Mauricio García Villegas
20 de mayo de 2018 - 01:54 a. m.

EN ESTAS ÉPOCAS ELECTORALES VAle la pena leer la Historia mínima de Colombia, de Jorge Orlando Melo. A los candidatos les ayudaría a entender mejor este país, a sopesar el tamaño de los desafíos que enfrentamos y a calibrar las decisiones que hay que tomar para salir adelante. Y a los electores nos ayudaría a seleccionar mejor el candidato que le conviene a Colombia.

Algunos columnistas ya han comentado este libro extraordinario. Yo me limitaré, pensando en el debate electoral, a señalar un rasgo general de la historia nacional que, según mi interpretación de Melo, ha impedido un avance más acelerado, más pacífico y más armónico de Colombia.

Me refiero al peso excesivo de las ideologías políticas a lo largo de la historia patria. En todos los países hay enfrentamientos ácidos entre al menos dos visiones de sociedad: una, la conservadora, que propone el mantenimiento de las jerarquías sociales, alentada por la fe en Dios y la dedicación a la familia y al trabajo; y otra, la liberal, que defiende la idea de educación y progreso, alentada por el papel del Estado en la corrección de las injusticias sociales y en la protección de las libertades y el pluralismo. Pero en Colombia esas ideas han sido vistas como asuntos de fe, originados en verdades reveladas que ni se adaptan, ni se matizan, ni se negocian. Por eso la lucha contra los opositores se asume como una cruzada en la cual todo está permitido, incluso la violencia. A mediados del siglo XX, los conservadores sentían que tenían derecho a defender su modelo de sociedad eliminando a sus contradictores liberales, que consideraban ateos, protestantes o comunistas (en todo caso enemigos de la sociedad), y los liberales, a su turno, estimaban que ante una descalificación semejante se justificaba el alzamiento en armas y la destrucción del orden injusto. La violencia partidista ya no existe, pero sus alientos se han transmutado en el conflicto entre guerrilleros y paramilitares, con sus respectivos apoyos y complacencias en el debate político legal. Esta violencia ideológica es, concluye Melo, “la gran tragedia de la sociedad colombiana del último siglo y constituye su mayor fracaso histórico”.

Todo esto ha impedido, además, mejorar la calidad de nuestras instituciones. En medio de la confrontación, la ley (inferior a la ideología o a la religión) es frágil y negociable. En este país de abogados muchos invocan el derecho cuando les conviene y lo violan cuando les estorba. Aunque todos prefieren derrotar al enemigo con herramientas legales, dice Melo, son pocos los que rechazan con convicción el fraude o la violencia de sus copartidarios.

Me dirán ustedes que todo esto es asunto del pasado y que ahora tenemos un país más civilizado, más apegado a la ley y menos violento. Es probable que así sea, pero los fantasmas del pasado no han desaparecido del todo y las antiguas heridas (lastimadas por el narcotráfico y la guerra) siguen abiertas, como lo muestra Jorge Orlando Melo en su relato de las últimas décadas.

Así las cosas, en estas elecciones podemos reavivar el viejo círculo de las violencias ideológicas (nuestra gran tragedia) y, por esa vía, acabar con los dos grandes avances civilizatorios de los últimos tiempos: la Constitución de 1991 y el proceso de paz. Esos avances parecen irreversibles, pero pueden ser aplazados durante varios años, o incluso décadas, si no elegimos al presidente que nos ayude a superar la violencia ideológica, nuestro gran fracaso histórico. Ese presidente debería ser, a mi juicio (un juicio que me compromete a mí y a nadie más), Sergio Fajardo.

 

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