Mi Abuelo, el Príncipe: Uno de los radicales fundadores de la Universidad de los Andes

Columnista invitado EE
08 de abril de 2018 - 11:34 p. m.

Francisco Pizano de Brigard (1926-2018) recibiendo la Medalla de Commendatore de L'Ordine al Merito della Repubblica Italiana, entregada por el entonces Presidente Italiano Giuseppe Saragat (cortesía del autor).

Francisco Pizano de Brigard (1926-2018) recibiendo la Medalla de Commendatore de L'Ordine al Merito della Repubblica Italiana, entregada por el entonces Presidente Italiano Giuseppe Saragat (cortesía del autor).

Por Pedro Pizano

Mi abuelo, un príncipe católico y conservador, fue un innovador institucional que alteró la historia de este país. Al momento de su muerte, hace un mes exacto, es necesario recordar lo radical y milagrosa que fue su fundación de la Universidad de los Andes. Es importante dejar plasmados unos pensamientos sobre su espíritu humanista y crítico, la educación, la cultura, la lectura, la libertad y su gran ejemplo.

Cuenta la leyenda que cuando se estaba fundando los Andes, Albert Einstein no quería ser parte del consejo asesor. Acababa él de fundar la Universidad Hebrea de Jerusalén, y no creía que las universidades deberían ser privadas. Por más de que Einstein apoyara al que sería el Papá de los Andes, Mario Laserna, —siendo mi abuelo la Mamá—,  y con el cual hubiera publicado un libro (si no fuera por la impaciencia legendaria de Mario y probablemente una razón de sus grandes éxitos), Einstein no estaba dispuesto a prestar su nombre, su prestigio y sus conexiones a un tolimense de 25 años que quería fundar una Universidad.

Cuenta la leyenda, confirmada por quienes conocerían a Mario y alguna vez seguro la oí yo en boca de mi abuelo, que Mario le dijo lo siguiente para convencerlo:

«Albert, ¿tú crees qué si hubiera habido más universidades privadas en la Alemania del 1933 hubiera subido tan rápido el Tercer Reich al poder? ¿Crees qué Hitler hubiera podido cooptar las universidades tan rápido si hubiera habido más universidades privadas?»

Einstein pensativo mira al techo —y a las medias que algunos días se le olvidaba ponerse— y recuerda ese momento infame cuando Goebbels, Rust y Hitler ordenan la nazificación de la educación publica de Alemania.

Sus contemporáneos Heidegger, Lenard, Schmitt, y Stark cooptados, mientras que otros como John von Neumann (el matemático más brillante de su generación, también parte del consejo de los Andes) salen despavoridos de Alemania. Todas las universidades en Alemania predican el nazismo y la recuperación del “Deutschland über alles”; el latigazo de una cobra —y de unos intelectuales— que se sentía humillada mas allá de su dignidad y apoyada por un cientifismo de la ilustración, comenzó el experimento totalitario que destruiría a Europa y mataría a 6 millones de judíos, homosexuales, comunistas y disidentes, sin incluir los 72 millones más de la Segunda Guerra. El más grande terror, la infamia más grande, la maldad encarnada en nuestras imaginaciones, y todo esto con la ayuda de los intelectuales, las universidades, las teorías antisemitas, de un grupo de intelectuales que, o se habían germinado en las universidades alemanas, o que pusieron su supervivencia por encima de su integridad y la “ciencia” a favor del nacionalismo socialista.

«Tienes razón», le dijo Einstein a Mario, y aceptó ser miembro del consejo asesor internacional de la Universidad de Los Andes.

Siendo Mario un tolimense fumador de pielroja que montaba a caballo sin camisa y coleaba vacas como el vaquero que era, que a los ocho años llevó una babilla al Moderno, hijo de un gran empresario; siendo mi abuelo hijo de un pintor y una de Brigard —los dos nacidos antes de la segunda guerra en un estado conservador, católico, clasista, racista y sexista— hubiera sido de esperarse que la fundación de los Andes fuese un proyecto político, una apuesta a fortalecer a la iglesia o al partido conservador, al capitalismo, al Tolima o a los —y a no a las— de Brigard. Pero no lo fue. Increíblemente no lo fue, y ya casi nadie parece sorprenderse ni recuerda lo radical. Peor aún, no se reconoce ni se celebra tanto como se debería, el profundo espíritu de la fundación en estos términos:

«[E]sta universidad nació de un intenso esfuerzo crítico, de una necesidad de claridad, de un hondo aprecio por la lucidez, de un duro gusto por la integridad intelectual. La Universidad de los Andes no se fundó para servir los intereses de un grupo social, de una teoría económica, de una región o de un partido; no se fundó para representar un interés parcial, sino un propósito común. Un propósito, en el más puro sentido, nacional; que pudiera contribuir eficazmente a despertar una conciencia nueva. No nos movía al fundarla ni siquiera un exclusivo interés educativo. No queríamos construir, en cierto modo, una nueva universidad, sino un nuevo país . . . [y] necesita para perdurar el esfuerzo solidario de todos los partidos, grupos y regiones».

Escribió mi abuelo a los 20 años de los Andes, cuidando a su bebe, explicándole su misión, formándole hacia la madurez, criándola para que, a sus 75 años, mi abuelo de 86 todavía vivo y lucido, recibiera la medalla de oro, y los Andes fuera reconocida no solo como la mejor universidad del país, sino la mejor universidad –no un instituto tecnológico– en toda América Latina y Brasil que no fuera ni estatal ni religiosa. Repito: Los Andes es la mejor universidad en todo el continente americano exceptuando las de Canadá y Estados Unidos.

¿Se dan cuenta del logro? En una vida, lograr que una idea fuera tan clara y tan diáfana, tan consistente, y los milagros tan impresionantes —siendo yo no religioso no le adscribo ningún determinismo ni a la historia ni a la fundación ni le quito agencia a los hombres y mujeres que sufrieron, lagrimas, sudor y sangre por los Andes— que una universidad privada, sin ánimo de lucro, no católica, no partidista, no conservadora, no clasista, ni sexista, ni racista (aunque todavía puede y debe mejorar mucho), fundada sobre un asilo de gente con condiciones mentales, se convirtiera en una vida en la mejor universidad de Latinoamérica: una fuente de la esperanza de muchos, uno de los motores de la movilidad social, una respuesta a la polarización, un germen de una Colombia mejor.

Y mi abuelo la defendió toda su vida, por 70 años exactos desde que la fundó, y fue «el portaestandarte», en palabras del expresidente Gaviria para que no «se la tomara ninguna confesión así fuera de izquierda, o así fuera de religión y pudiera haber debate libre, y se pudiera dudar, y que no hubiera verdades absolutas», en los momentos buenos, y en el momento más convulsionado en la historia estudiantil de Colombia cuando mi abuelo era el rector.

Y todo eso, porque mi abuelo cuando tenía cinco años y llegó afrancesado al Moderno —mi bisabuelo acaba de exponer en el Grand Palais de París y se devolvía a fundar la facultad de bellas artes de la Universidad Nacional— lo molestaban por sus trajes de terciopelo morado y sus amaneramientos franceses. Lo molestaban por sus alpargatas negras con bucle de oro, sus calcetines blancos hasta las rodillas, sus corbatines negros, hasta que un joven, aburrido de que lo molestaran a él también, trajo a una babilla de mascota al colegio, y con ella la babilla, mi abuelo Francisco y Mario Laserna, crearon una amistad entrañable, una ambición, y un pensamiento claro, humanista, critico, sin telarañas ni antecesores colonialistas, profundamente dignatario, de respeto a las diferencias, de creencia en el argumento, de libertad y de excelencia, de servir y dar ejemplo. Para que solo 17 años después —mi abuelo tenía 22 años— fundaran lo que sería la mejor universidad de América Latina y fuesen su primera Papá y su Mamá por toda su vida y por la eternidad. 

Pero la universidad no es solo de sus padres, como los hijos e hijas no son solo de sus padres sino de las causas y de las familias en las que se vuelcan. Los Andes es de todos, de sus 80,000 egresados, así como lo es el legado de mi abuelo. Nos queda a nosotros reconocer, celebrar y seguir su ejemplo, aprender del pensamiento crítico, creer en el discurso, en la libertad, en el honor y la gloria, en el humanismo, y saber que Colombia mejora si todos mejoramos: si todos impulsamos y fortalecemos las instituciones inclusivas y no extractivas, si creamos las estructuras y las culturas para que todos los colombianos heterosexuales, cisgenero, blancos, sin discapacidades, y privilegiados —como yo— quepamos y seamos iguales en dignidad y en oportunidades (sin caer en la política de identidades y “correcta”) con todos los colombianos y colombianas, venezolanos, homosexuales, transgéneros, afrodescendientes, asiáticos, indígenas, de clase baja, media y alta, cristianos, mormones, judíos, musulmanes, exguerrilleros y exparamilitares. Que todos encontremos en la educación y en la libertad las virtudes para crecer, contribuir, dialogar, de servir y amar y ser solidarios, y así, podemos juntos continuar el ejemplo de mi abuelo, que radicalmente a los 22 años decidió fundar una universidad que no iba a apoyar ni a su fe ni a su política —y que quizás las iba a contradecir hasta en sus nietos—, pero que iba a hacer de su vida un ejemplo y de Colombia un mejor país.

Cómo se dijo de aquel gran presidente católico asesinando hace 55 años: «Nos dio su amor para que nosotros, también, a nuestro turno podamos darlo. Nos dio para que nosotros podamos dar de nosotros mismos, para que nos demos a los demás hasta que no haya espacio, ningún espacio, para la intolerancia, el odio, el prejuicio y la arrogancia». Y cómo dice Horatio a la muerte de Hamlet:

«Ahora se rompe este noble corazón. —Buenas noches, amado príncipe,

¡y bandadas de ángeles te canten hasta tu descanso!»

 

 

 

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