Mientras regreso…

Alfredo Molano Bravo
18 de noviembre de 2017 - 09:00 p. m.

Al final de un largo y maravilloso viaje por el río Guayabero a comienzos de los 80, me topé en una trocha con un colono que llevaba en su mula un gran atado de pies de una mata desconocida. Le pregunté qué era y me contestó, asombrado e incrédulo: “¡Coca, doctor!”. Fue como un cocotazo. Desde ese día comencé a ver matas de coca por todos lados y en los puertos una actividad económica insólita. Llegué a Bogotá con la certeza de que el país no se había pellizcado de lo que le venía pierna arriba. Lo comenté con Claudia Cano, amiga de tiempo atrás, y me dijo: “¡Escríbalo!”. El domingo siguiente apareció como crónica en El Espectador. Desde ese día estoy ligado al periódico. He escrito crónicas, reportajes, columnas y nunca me han suprimido ni una sola coma. Por el contrario, me las han puesto. Y muchas. La escritura me ha mostrado el país y a la vez el país se ha quedado a vivir ahí. El Espectador, más que mi casa, ha sido la atalaya desde donde miro, y con lo que miro me comprometo.

Desde su fundación, ha sido el refugio de la libertad de expresión. Una de sus primeras batallas fue desnudar la llamada Ley de los Caballos, que implicaba severas sanciones –entre ellas el destierro– a quienes se oponían al régimen de la Regeneración, impuesto por el triunfo militar de Núñez y Caro. En la Violencia –que no deja de amagar–, la altivez de El Espectador frente a la intentona de implantar el “Nuevo Orden”, en 1952, fue castigada dejando en cenizas la imprenta y las oficinas del diario. Pocos años después, Rojas Pinilla lo persiguió con lápiz rojo y tijeras: El Espectador se imprimió entonces como El Independiente. En los años 80, el periódico no le bajó la cabeza al capital todopoderoso del Grupo Grancolombiano. La venganza fue feroz: suprimió la pauta. Días después, la otra forma de la corrupción, el narcotráfico, asesinó a don Guillermo Cano, que con coraje denunciaba día a día en su “Libreta de Apuntes” la invasión de la mafia en la vida nacional. Y para rematar, las mismas fuerzas bombardearon el periódico y dejaron sus instalaciones paradas en cuatro vigas sobre las que continuó defendiendo el pluralismo innegociable, la tolerancia irrevocable.

Bajo esa protección, e inspirado en esa fuerza, he escrito todas las semanas durante 30 años. He tratado de mirar el país por un agujero que no le gusta al poder porque lo irrita, lo molesta; prefiere la uniformidad dictada, la letra pactada, la verdad acomodada. Por eso, un buen día, Rodrigo Pardo, director de El Espectador, me leyó la dedicatoria de un libro que me mandó de regalo Carlos Castaño: “Estamos en esquinas opuestas, la historia dirá quién tiene la razón, usted me ha hecho más daño que la guerrilla”. Y me fui seis años sin dejar una sola hora de vivir aquí desde allá. No podía ser de otra manera: El Espectador me había enseñado a escribir.

Ahora me voy a defender en otro campo lo que las fuerzas democráticas han logrado construir: la Comisión del Esclarecimiento de la Verdad, en la que fui nombrado, a decir verdad, sin querer queriendo. Siento la apasionada inseguridad del reto, como cuando salto a una canoa en el río Duda con escasa banda, o cuando trepo en una mula briosa para subir a la Sierra Nevada. Todo puede pasar. La imparcialidad no es la objetividad congelada como dogma de verdad. Es la mirada en todas las direcciones, que es hoy el espíritu de la Comisión de la Verdad, en la que me empeñaré en seguir haciendo lo que desde El Espectador he hecho: mirar con el ojo silenciado de la gente. Es la hora de una luz, así sea tenue, que permita vislumbrar el rostro de la tragedia que hemos vivido. ¡Que se abran las ventanas!

Renuncio por un tiempo a lo que más quiero: escribir lo que le oigo decir a la gente en las calles y en las veredas con su lenguaje, con su bella claridad. Lo haré en otro papel, pero con la misma mano. La que chuzaba letra por letra en el computador los viernes desde la madrugada un texto que se ha venido cocinando solo durante toda la semana. La misión que nos ha sido dada es borrascosa. Reconocer la verdad será doloroso, pero ese sufrimiento, hecho conciencia, será liberador y quizás a partir de allí podamos ser pasajeros del mismo barco.

Me voy de El Espectador con la nostalgia con que se deja un paisaje vivido, una mujer amada, un caballo noble. No me despido de donde nunca me iré y en donde nunca me han hecho sentir un invitado.

Amaneció cayendo una triste llovizna.

Gracias, Fidel.

 

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