El último día de carnaval es su favorito de todo el año. La dejan pintarse los labios, ponerse colorete y una fina capa de polvos de Myrurgia. El gesto de su boca hace reír a las muchachas del servicio. Adelita tiene los labios ligeramente separados y tendidos hacia afuera. Dice que así le durará más el carmín. Al verla salir de la habitación, con el cuadre de una reina de provincia, la yaya Mireia le canta: “Verdad que no he visto en mi vida muñeca más linda que tú”.
—¿Quién canta esa?
—¡Antonio Machín!
La yaya dice que si a Adelita le pagaran un peso cada vez que acierta en el juego de “quién canta esa”, podrían comprar un apartamento en París.
Ahí tenemos a la señora Adela, de pocas palabras, tímida y casi siempre ensimismada. Ha pasado más de medio siglo. Es como si su memoria estuviera atrapada en un cazamariposas que al agitarse va perdiendo pequeños fragmentos de su vida. Lo que empezó siendo una discapacidad cognitiva leve devino en la enfermedad del olvido. Una voluntaria, que la visita en un centro de cuidados de Barcelona, fue la primera en detectar que la señora Adela se siente atraída por cierto tipo de música. Desde la glorieta que hay en el jardín del centro de cuidados, se escuchan los acordes de una guitarra y el canto de una voz guía que le da paso a otra.
—Aquí vamos de nuevo, señora Adela. Dice así: Se vive solamente una vez…
—Hay que aprender a querer y a vivir.
—Hay que saber que la vida…
—Se aleja y nos deja llorando quimeras.
—¡Molt bé!, señora Adela. Muy bien.
Una de las empleadas le dice entre risas: “Adelita, te vas a tragar un mosquito. Cierra esa boca, mija, que el pintalabios no se quita así”. La abuela y la nieta están escuchando música en la salita. Suena la voz de Nat King Cole. Tres palabras. Ninguna de las dos oyó el pregón del manisero, que espera impaciente en la entrada de la casa, esquivando los cuchillazos del sol con el dorso de la mano apoyado en la frente. La niña se le acerca dando saltitos, con las monedas justas para comprar dos cucuruchos. Su yaya le contagió la costumbre casi religiosa de comer maní tostado cada tarde. Los padres de Adelita siguen exiliados en México. La abuela insiste: “Cualquier día de estos los verás entrar por esa puerta”. Lo dice bajito —muy bajito—; que “lo demasiado hasta Dios lo ve” y que “no hay dictadura que dure cien años ni pueblo que la resista”.
La voluntaria que visita a la señora Adela investiga el impacto que tiene la música en personas con deterioro cognitivo. Ha comprobado que la música puede propiciar estados emocionales positivos y estimular distintas regiones del cerebro, creando conexiones que alivian estados de confusión y profunda tristeza. Se interesó por la historia de la señora Adela desde el primer día. Sabe que pasó toda su infancia y adolescencia en Santo Domingo, en la casa de la abuela catalana que configuró su mapa melódico: el asidero de una memoria que se despierta cada vez que escucha un bolero. Sabe que la señora Adela viajó por varios países y que, después de terminar su doctorado en Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca, enseñó en una universidad de Boston. También sabe que la casa de Santo Domingo se vendió tras la muerte de la yaya, que no pudo cumplir su deseo de decirle adiós a Barcelona. Conociendo una parte de su pasado y las preferencias musicales de la señora Adela, la voluntaria hizo una lista de canciones significativas, esas que la bruma del olvido no ha podido borrar de sus recuerdos.
—¿Le parece si seguimos?
La señora Adela, con su pelo plateado recogido con horquillas, y sus cejas y sus labios bien pintados, sonríe con las comisuras de los ojos.
—Esta dice: Con esos ojazos, que parecen soles...
—Con esa mirada, siempre enamorada, con que miras tú.
—¡Molt bé!