Mirar atrás para mirar adelante

Santiago Montenegro
18 de diciembre de 2017 - 02:00 a. m.

En vísperas de las elecciones al Congreso y a la Presidencia de la República, es muy provechoso recordar a Michel de Montaigne cuando, en sus Ensayos, dice que “ningún viento es bueno para quien no tiene puerto de destino”. De una u otra forma, liderados por el próximo jefe del Estado, los colombianos tenemos que definir ese puerto de destino y ponernos de acuerdo en políticas para resolver problemas centrales que tienen frenado nuestro desarrollo.

La tarea, por supuesto, no es fácil, y su complejidad aumenta cuando pensamos que, para planear el futuro, tenemos que saber dónde estamos y también ser conscientes de dónde venimos y conocer las fortalezas y debilidades que heredamos del pasado. Es decir, para mirar hacia el futuro tenemos que conocer y lograr unos acuerdos básicos sobre nuestra historia, acuerdos que tampoco son fáciles de alcanzar.

Por ejemplo, la más difundida narrativa de hoy en día argumenta que, desde la Independencia, Colombia ha sido dominada por una habilísima élite central que se ha mantenido en el poder gracias a delegar en jefes políticos locales el poder de ejercer la violencia para evitar las movilizaciones populares. Es una hipótesis ampliamente acogida y, de ser cierto que esa fractura élite-pueblo ha sido la explicación central de nuestros problemas, quizá los problemas fuesen más fáciles de resolver.

Pero tengo muchas dudas sobre esta narrativa porque, entre otras razones, lo que muchos estudios nos dicen es que la llamada élite siempre ha estado fracturada y enfrentada en grupos muchas veces irreconciliables. Desde el comienzo mismo de la república, por ejemplo, Bolívar reconoció que “el no habernos arreglado con Santander nos hundió a todos”. A partir de entonces, nuestra historia puede también interpretarse como una sucesión de enfrentamientos como los de Obando y Mosquera, Núñez y los liberales, López y Gómez, Santos y Uribe. Es decir, las más importantes fracturas y luchas han sido políticas y a ellas hay que sobreponerles también fracturas territoriales, en un país de regiones fuertes y con una de las geografías más accidentadas del continente. Por otro lado, la hipótesis de la élite dominante presupone un Estado con la capacidad de ejercer el monopolio de la fuerza sobre todo el territorio, situación que jamás ha existido en Colombia. Desde la Independencia y hasta hace muy pocos años, por ejemplo, el tamaño de nuestro Ejército fue muy inferior al promedio de América Latina y ridículo comparado con el tamaño de un país con un Estado realmente fuerte como Chile.

Se pensaría, entonces, que una nación con tantas fracturas políticas, regionales y sociales hubiese sido ingobernable y propenso a partirse en dos o tres países, o que el único gobierno posible fuese de caudillos o dictadores militares. Pero, contrario a lo que sucedió en la mayoría de los países de la región, en donde por mucho tiempo prevalecieron, o prevalecen, los caudillos y dictadores militares, nuestros gobernantes fueron casi siempre civiles, elegidos en procesos electorales, que hicieron un uso limitado del poder.

Pese a las dificultades que entraña, entonces, tenemos que hacer un esfuerzo adicional para dialogar, discutir críticamente y con respeto todas estas visiones y tratar de alcanzar puntos de encuentro sobre lo que ha sido nuestra historia. Porque, para aprovechar los vientos que nos impulsarán a nuestro puerto de destino, tenemos que conocer las turbulencias del viaje hasta ahora recorrido.

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