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Morir a solas

Arturo Guerrero
17 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Ningún ser humano nace solo. Ahí están la mamá, la partera, el obstetra, en las afueras el padre que no sabe dónde ponerse. Hay el ritual de la palmada, el llanto, la contabilidad de los dedos para comprobar que la criatura vino completa. Es el íntimo ceremonial del alumbramiento a la vida.

En el lado opuesto del tiempo, ocurre la muerte. Esta despedida no siempre se acompaña de una pompa correspondiente al tremendo momento. Como si entrar y salir del universo mundo no fueran cortes similares en imponencia. Con el parto, queda atrás una eternidad de la que nadie habla. Con la muerte se abre otra, teñida de hipótesis, hogueras o nubes y arpas.

Las civilizaciones han ensalzado con bailes, lamentos, borracheras y rezos, tanto el nacimiento como la desaparición. Solo que la muerte lleva las de perder frente a la bienvenida acostumbrada a los bebés. Hay muertos que se mueren solos, sin funerales, sin la marca de un nombre en la fosa común del desamparo.

El coronavirus ha sido la feria de esta muerte abandonada. Acoplado al respirador mecánico, el infectado es anatema. El bicho rojo con trompetas salta que da gusto desde su resuello ahogado, de modo que ni sus amores de toda la vida acceden a los instantes finales. Quien va a morir le ve la cara al infinito, nadie le pronuncia acompañamientos ante lo absolutamente otro.

Incluso médicos y enfermeras lo tratan con pinzas, pues han llorado colegas malogrados en esta lucha ingrata. Se corre el velo secreto, y ni una mano aprieta la del moribundo para recordarle cuánto fue querido. El muriente ingresa aterrado al mundo sin mundo. Es la soledad en su estado químico.

Sigue a continuación la puja por el cuerpo. Que no me entreguen el cadáver de quien no era mi padre, que no inventen que murió por virus, que no lo cremen porque estoy contra la aceleración de los hornos. Nada que hacer, este muerto no participa de la cohorte amorosa de quienes fueron sus semejantes. Ahora es una estadística para calcular la desgracia.

Por supuesto, no habrá funeral, misa ni llanto alicorado con merienda de negros. Ninguna catarsis, ninguna visita de tantos amigos y exnovias. Hijos, cónyuges, hermanos, tendrán que acomodar sus almas a un vacío que careció del consuelo colectivo. Nadie ha inventado un ritual para quienes mueren solos.

Los subterfugios virtuales no calientan como calienta un abrazo. Las pantallas no reconfortan porque no tienen piel. Son cerebros electrónicos, no bandas de corazones solitarios. El duelo de los muertos a solas es una ruta de viento en el desierto.

“No hay banderas a media asta ni duelos nacionales”, lamenta la antropóloga chilena Sonia Montecino, en entrevista del 7 de junio sobre la emergencia sanitaria, para el diario La Tercera. “No se ven respuestas colectivas ante el miedo y el dolor -agrega. Experimentamos también, en nuestros imaginarios, duelos anticipados de nuestra propia muerte y de la de quienes queremos y eso supone que la sociedad entera está estremecida y psíquicamente atribulada”.

arturoguerreror@gmail.com

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