Muertes asombrosas

Santiago Gamboa
08 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Estos días, de gira por España apoyando la salida de mi último libro, me he ido encontrando con una serie de muertes de personas poco comunes. Muertes, como todas, inesperadas y enigmáticas, que ponen el foco sobre una vida y sus trabajos, y que en algunos casos nos llaman al recuerdo y la evocación. La del ensayista  George Steiner, por ejemplo, me hizo recordar que lo que más admiré de él fue la extremada sencillez y al tiempo la contundencia de sus ideas. “Hay dos tipos de libros: La iliada y La odisea”, dijo, y esta implacable afirmación fue suficiente para explicar los dos caminos iniciales que se le presentan a cualquier autor, el de la individualidad y el yo de Odiseo, de un lado, y el de la épica colectiva, el ellos y el nosotros y los muchos yoes de La iliada. Por ese camino está la elección del punto de vista narrativo y también del uso de la primera persona o la tercera, que ponen la cámara y ven la historia desde dos lugares muy diferentes. Por la línea de La odisea, diría yo, se llega a Dostoievski; por la de La iliada, a Tolstoi, grosso modo. Es frecuente que en cada escuela literaria haya una expresión de estos dos modos de narrar el mundo, o la síntesis de ambos en un solo texto, cuando la expresión se vuelve más moderna o vanguardista.

Acá en España, casi al tiempo, murió José Luis Cuerda, un gran director, autor de una de las películas más emblemáticas del cine español, Amanece, que no es poco, y a quien le gustaba recordar frases emblemáticas de películas, esas que, en ocasiones, resumen una actitud y se convierten en símbolo. Una de las más conocidas es el famoso “nadie es perfecto”, al final de Some Like It Hot, la genial comedia de Billy Wilder traducida entre nosotros con el título de Una eva y dos adanes. A Cuerda, a quien conocí en un jurado hace muchos años, le encantaban los diálogos de Almodóvar. “Qué bien dialoga Pedro”, decía, antes de recordar a Rossy de Palma en Mujeres al borde de un ataque de nervios cuando, al quejarse de los abusos de su novio palestino, exclama: “¡Es que lo que me ha hecho a mí el mundo árabe…!”.

La muerte de Kirk Douglas, que llegó a ser centenario, me trajo a la memoria esos heroicos ciclos de cine que había en Bogotá a principios de los 80 en teatros como el Trevi o el Comedia, los sábados por la mañana, y a los que iba con frecuencia. En un ciclo de Kubrick vi por primera vez Senderos de gloria, protagonizada por Douglas, esa increíble película sobre los condenados a muerte por traición a la patria en el Ejército francés, que es un alegato a favor de la libertad y de la vida. Y, claro, los dos héroes clásicos encarnados por él: el Odiseo que regresa a casa y se enfrenta a Anthony Quinn, líder de los pretendientes de Penélope, y el gladiador Espartaco, otro adalid de la libertad. Douglas, que fue incluso comunista en EE. UU., fue tal vez el premio Óscar más longevo.

Y en un cambio radical de frente, también me impresionó la muerte de Popeye, el sicario por excelencia. El Centro Democrático perdió a uno de sus militantes más fervorosos, pero, sobre todo, los colombianos perdimos la oportunidad de conocer la verdad sobre la relación entre algunos destacados funcionarios del Estado y el antes todopoderoso cartel de Medellín.

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