Niebla en la yarda

Valentina Coccia
01 de diciembre de 2017 - 03:30 a. m.

Hace unos meses, como me pasó en algunas otras ocasiones, recibí el domicilio de Angosta. Para aquellos que nos dedicamos a reseñar obras en la prensa, el paquetito blanco, que al tacto revela el cúmulo de páginas de un libro, es una de las experiencias cotidianas más emocionantes. Siempre tenemos la expectativa de saber qué vamos a recibir, y somos más voraces abriendo la envoltura que un niño recibiendo un regalo el día de su cumpleaños. Al abrir el inmaculado paquetito me sorprendió la llegada de una copia de Niebla en la yarda, obra de la joven periodista colombiana Estefanía Carvajal. Ocupada con otras lecturas, lo puse en mi cúmulo de libros por leer.

Hace unos días, terminando la lectura de La ciudad y los perros decidí que Niebla en la yarda iba a ser el próximo en pasar lista y me encontré con la grata sorpresa de una obra periodística maravillosamente construida. La obra de Carvajal me llevó inmediatamente a la calidad de ese viejo periodismo narrativo del que ya pocos autores hacen gala. La claridad de Los diez días que estremecieron al mundo de John Reed, la fuerza narrativa de Hiroshima de John Hersey y la estremecedora sensibilidad de Otoño alemán de Stieg Dagerman fueron algunas de las características que encontré en la lectura de esta joven autora, que se perfila como una de las periodistas de mayor proyección en nuestro país.

Niebla en la yarda relata las experiencias de Asdrúbal Brid, Javier Marulanda y el Lince, tres hombres que por crímenes más o menos graves, con penas que varían en su nivel de severidad, fueron extraditados a los Estados Unidos para cumplir con su condena. En su libro Estefanía nunca ahonda en su nivel de culpabilidad, ni desde ningún punto de vista juzga a sus entrevistados, sino que recoge la experiencia humana de pagar una condena, demostrando que el encierro y el destierro desconfiguran las nociones de vida y de libertad.

Uno de los elementos que transita por los relatos de los presos y que demuestra ser una de las circunstancias que truncan el florecer de la vida en la cárcel, es la relación entre el espacio y el tiempo. Los años de condena se escurren morosos por las paredes de la prisión y la clausura de las puertas, que a duras penas permite vislumbrar la luz del día, se convierte en aquello que impide que los presos vuelvan a tener el tan anhelado contacto con el mundo exterior. En los relatos, el sueño se convierte en una vía de escape, en una cápsula que permite viajar a través de la condena en el más absoluto letargo. En el relato de el Lince, Carvajal describe de la siguiente manera la dialéctica entre el espacio, el tiempo y el sueño en la prisión: “Dormir es la mejor forma de romper con las barreras del tiempo y del espacio, y la cárcel es eso: una barrera de tiempo (…) y de espacio (…). Luna no sólo vendía pastillas para dormir; lo que en realidad estaba ofreciendo eran unas cuantas horas de libertad”. El retorno a la libertad cruzando estas barreras a través del sueño es tal vez una de las circunstancias más tristes que describe Carvajal, demostrando que muchos de los presos encontraban paz únicamente atravesando por ese limbo que se encuentra entre los límites de la vida y la muerte.

Michel Foucault afirmaba que la cárcel era un castigo para el cuerpo, contrariamente a ser un castigo para el alma. En la narración de Estefanía el cuerpo del carcelario se desencaja de los hábitos que tiene en la vida cotidiana para estremecerse pasando por los obstáculos más rudos. Costumbres tan básicas como el sueño o la alimentación terminan encajadas dentro de los límites que permiten los barrotes. El pudor, la necesidad de mantener en secreto ciertos hábitos corporales, se ve materialmente desgarrado con la necesidad de utilizar el excusado frente a toda la comunidad. Y cómo hablar del placer, esa necesidad tan innata a los cuerpos que vibran en su pasión… la ausencia de un compañero o compañera con quien compartir el lecho lleva a los presos a experimentar los trucos más variados para obtener así sea una pizca de aquello que tanto anhelan.

Las barreras del espacio y el tiempo y  las distorsiones que el cuerpo sufre en los límites del encierro encuentran su refugio en la yarda, en ese espacio de la prisión donde los reos pueden disfrutar de la luz del día, asolearse como lagartijas al sol, correr desaforados jugando un partido de básquet, o acariciar con sus mejillas la frescura del rocío recién caído. Como ángeles que viven en los límites del espacio-tiempo y de la corporalidad, en la yarda los prisioneros logran abrir sus alas, hacerlas batir, aguardando expectantes el día en que puedan extenderlas al viento, abrirlas y volar hasta el sol.

@valentinacocci4 

valentinacoccia.elespectador@gmail.com 

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