No matarás

Arturo Charria
18 de octubre de 2018 - 08:45 a. m.

El domingo 23 de marzo de 1980, un día antes de su asesinato, monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, pronunció una de las homilías más contundentes contra la represión y la violación de los derechos humanos en su país. Ante una iglesia llena, dijo: “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matarás. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla”.

Los asistentes aplaudían al final de cada frase. Asistían a la iglesia y a la misa de monseñor Romero para recuperar la moral y para sentir que no todo estaba perdido, que alguien podía decir lo que estaba prohibido para millones de salvadoreños. Por eso los domingos, cuando monseñor daba su misa en la Catedral Metropolitana, el país parecía detenerse y solo se escuchaba su voz, que saltaba de casa en casa a través de los radios de transistores. Era un ritual que comenzaba el día anterior, cuando muchos dejaban la radio sintonizada en el dial de Radio YSAX, emisora en que se transmitían sus homilías; también alistaban un par pilas de repuesto, para que la voz de monseñor no se fuera en medio de una oración.

Ese domingo sus palabras fueron directas contra el establecimiento militar. Para los altos mandos fue un llamado a la insubordinación, porque si hay algo claro en las filas de un ejército es que las órdenes se cumplen y un superior es un pequeño dios ante la tropa. Además, en El Salvador ya habían asesinado a cinco sacerdotes acusados de ser subversivos. De ahí la importancia de las palabras finales de la homilía de monseñor Romero: “En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”.

Al día siguiente, 24 de marzo de 1980, mientras monseñor celebraba una misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia, un francotirador le disparó desde un carro. La bala dio en su corazón y el carro se perdió entre las calles de la capital. Aunque esa homilía no fue transmitida, sí fue grabada. Monseñor se encontraba consagrando el cáliz, solo sonaba su voz, pero el sonido del disparo corta el discurso, y se produce un corrillo de voces que se convierten en lamentos a medida que se acercan al cuerpo de monseñor.

Desde que asumió como arzobispo de San Salvador, puso la institución al servicio de las víctimas de una guerra que aún no “comenzaba” formalmente, pero que ya dejaba cientos de muertos y decenas de desaparecidos. Allí acudían campesinos y habitantes de la capital para preguntar y denunciar la desaparición de sus familiares.

Sus homilías se habían convertido en el medio informativo de su país y su sede arzobispal en un archivo sobre violación a los derechos humanos, pero su asesinato no solo buscaba acabar con sus denuncias, sino con la mayor fortaleza espiritual de Salvador. Su asesinato anticipaba la guerra que se vendría y, sobre todo, la brutalidad de los crímenes cometidos entre 1980 y 1992.

De ahí que su canonización el pasado domingo sea un acto de justicia y un mensaje de la postura que debe tomar la iglesia en la defensa de los derechos humanos, como lo manifestó el papa Francisco durante la consagración de monseñor Romero. Y, ante el auge de gobiernos de derecha que promueven el odio y el negacionismo de las violaciones históricas de los derechos humanos, la voz de monseñor Romero vuelve a sonar en toda América Latina, como lo hizo durante los primeros años de la dictadura en el país centroamericano.

@arturocharria

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