Decir sin decir

Vivian Newman
03 de diciembre de 2016 - 02:50 a. m.

Los documentales son un diálogo con la realidad, tanto por lo que dicen y muestran, como por lo que callan.

La persona que realiza un documental decide qué muestra y su audiencia, qué espera. Dos ejemplos recientes sirven de ilustración para esta premisa.

 Jericó, el infinito vuelo de los días es un documental de la colombiana Catalina Mesa que se estrenó el mes pasado en las salas de cine colombiano. Muestra este pueblo antioqueño de colores, con  lindas fachadas y clima envidiable que se adorna con mujeres mayores viudas o solteras. Como dice la promoción de la película en una de sus siete razones para convencer a la audiencia: “Representa una nueva mirada de nuestra cultura antioqueña y colombiana a través de un lente femenino. Es una narración hecha desde la intimidad y la poesía, que celebra el espíritu y la sabiduría femenina de nuestro país, y que ofrece una mirada positiva y sensible de lo que somos”.

Y a fé que es una mirada femenina y positiva. En la plaza y las calles empedradas, mientras las señoras toman helado o juegan cartas y oyen música, hablan, chismosean y se protegen con la religión católica, los curas y las camándulas.  Las tías son tiernas y se ven felices, mientras se visitan y adornan con aretes.   La decisión de la realizadora fue solo poner el foco en esta postal.  Optó por no criticar el machismo o el racismo paisas y colombianos que les impidieron a las mujeres cumplir sus sueños.  Decidió no hacer ninguna reflexión sobre el rol de cuidado que se les impone a las mujeres y las obliga a velar por otros a costa de sus propios sacrificios.  Eligió mostrar sólo un Jericó. Pero, una cosa es el documental que uno quiere ver y otro el que te muestran.

El otro caso es todo lo contrario.  Dice mucho sin filmar directamente. Me refiero al documental que pasaron recientemente en el Festival Internacional de Cine de Cali:  Patria (Irak, año cero) del franco-iraquí Abbas Fahdel.

 Se divide en dos partes. La primera es una visión intimista de la propia familia de Fahdel, que se prepara unida para la invasión estadounidense a Irak en el 2003. Los niños, casi como un juego, ayudan a hacer pan seco, a cavar un pozo para sacar agua en el jardín de la casa y a sobrevivir lo que será una guerra más. La segunda parte es después de la invasión. Se evidencia desintegración social y violencia descontrolada, saqueos, inseguridad y desprecio por el patrimonio público.

Fahdel no filmó durante las dos semanas en que EE. UU. se toma Irak. Pero la película cabalga sobre la nefasta guerra y sus efectos, desde muchos ángulos.  Cuenta con sutil distancia la dictadura y el paternalismo de Hussein, el culto al líder que invade la televisión, los desaparecidos disidentes y la obediencia militar.    Tampoco escatima en gastos para mostrar el temor que se instala en las calles desde la invasión gringa, los asesinatos y el descontrol. La imagen es completa.

El primer documental decide expresamente sólo contar la benevolencia íntima de un pueblo idílico. El segundo equilibra la intimidad con los exteriores de una guerra. Como espectadora prefiero las dos caras de la moneda, pero ambos directores dicen mucho con lo que han decidido no decir.

Nota:  Tanto votantes del No como votantes del Sí deberíamos rodear a los líderes sociales en cada uno de los municipios de Colombia. La vida es sagrada y nada justifica los 71 asesinatos de este año ni los de ningún año.

 * Subdirectora dejusticia.org

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