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Educar para las muchas verdades

Beatriz Vanegas Athías
31 de mayo de 2016 - 02:32 a. m.

Siempre con algún pretexto, recomiendo y veo la escena final de un filme clásico.

Se trata de Cinema Paradiso del director Giuseppe Tornatore con la bella banda sonora de Ennio Morricone. Esta escena nos ofrece besos de todos los sabores, intensidades y duración. Es este el legado de Alfredo a su alumno Totó, quien inspirado en él, se convierte en cineasta, cumpliendo así aquella hermosa sentencia del poeta Borges, quien que maestro es un ser capaz de contagiar un entusiasmo.

El arte en general y la literatura en particular, son quizás las creaciones humanas que nos ofrecen la posibilidad de conocer las muchas verdades de que estamos hechos. Verdades como clases de besos, verdades intensas y fuertes; suaves y tiernas; ligeras y solemnes. Creo pues que educar es ofrecer a los discípulos la mayor cantidad de verdades posibles, antes que la prestigiada verdad absoluta. No es la intención en esta columna entronizar a la literatura como la panacea, pero a lo largo de mi vida como mujer, madre, profesora y escritora, me han brindado muchas certezas e incertidumbres. Y ello es un privilegio en un mundo como el de hoy, empeñado en la tristeza y la crueldad. Y aquí recuerdo al poeta Cesare Pavese, cuando afirma que la gente trata a los tristes como trata a los borrachos: “Bueno, siéntate, a ver si se te pasa…”

Educar para las muchas verdades permite formular una pregunta que me hago constantemente como habitante de un país llamado Colombia y de un continente como el Latinoamericano: ¿Por qué nosotros no hemos desarrollado, a diferencia de países de otros continentes, una vocación pacifista y dialogal? ¿Por qué la mayoría de situaciones cotidianas se intentan solucionar al ruido de las armas físicas y de las sicológicas, de la incomprensión del otro?

Días enteros dedicada a la lectura de cuentos, crónicas, artículos de opinión, poemas, novelas, canciones, películas, caricaturas, cuadros, no me ha hecho adinerada ni poderosa, pero sí que intente comprenderme y comprender a los otros. He podido también constatar que no vivimos bajo el imperio de una fatalidad, sino de algo más banal, de un régimen político nuevo, no declarado, de carácter internacional e incluso planetario. Es anónimo y no necesita gobiernos ni instituciones. Afirma Viviane Forrester en su libro Una extraña dictadura, que este neoliberalismo rampante y de ultraderecha posee un gusto por acumular, padece la neurosis del lucro, el afán de la ganancia, del beneficio en estado puro, dispuesto a provocar todos los estragos más inverosímiles.

Puede tener esta columna un tono utópico, pero en tiempos de posconflicto en un país que le apuesta al neoliberalismo, es necesario pensar en el discurso del arte en la consideración de la otredad, como aquel ser que no es igual a nosotros, pero que merece reconocimiento y vivir en la diversidad. Esto da la dimensión de que cada persona es única e irrepetible en el mundo. La literatura, por ejemplo, es un canto a las muchas verdades. Porque cada vez que el poeta imagina al homosexual (Los días azules, de Fernando Vallejo); a las explotadas sexualmente para sostener un mundo (La novia oscura, de Laura Restrepo); a la heroína envilecida por el amor (Madame Bovary, de Flaubert) a los desterrados de El llano en llamas, de Juan Rulfo; a los fuertemente débiles amorosos de Jaime Sabines; a la fragilidad del emperador Adriano ante su médico, en Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar; entonces estaremos educando y viviendo en un mundo incluyente y respetuoso del otro que también tiene una particular verdad que contar.

 

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