Parece obvio el estar juntos, pero no; al final, es complicado. Nos miramos para buscarnos y nos perdemos en las traiciones y las ambigüedades.
A veces quedamos como diluidos en frivolidades y en las exigencias propias de un mundo paradójico. Nos asfixian las necesidades del tacto, del reconocimiento y de un anhelo de pertenencia. Y así, poco a poco, como individuos medio bestiales, vamos destruyendo los jardines donde podemos vivir.
Estar juntos es un arte. Es la manera que tenemos de comprender los límites, las diferencias, las sincronías y todos esos pequeños detalles que van construyendo la vida como el magnífico regalo que es. Estar juntos es estar atentos a lo que está sucediendo y es celebrar la presencia como única posibilidad. Es un ritual junto al fuego o el desayuno de un domingo. Estar juntos es dejar atrás las ideas que enceguecen para ver a los otros como lo que son, porque, sabemos, somos los mismos, hechos de diminutos espejos persiguiendo la idéntica rueda de la fortuna que quita y pone el éxito a su antojo.
Y es que para poder estar juntos hay que hacer pedazos el ego; esa inútil fuerza que fragmenta, separa y divide; hay que dejar atrás las armas, los odios y los rencores. Mucho es lo que nos cuesta bajar las defensas y renunciar a las victorias o formar parte del club de los perdedores. Aún creemos que la unión es para esquivar el tigre hambriento, para rodear el mamut o para matar al cabecilla de la tribu de la otra orilla del río.
Estar juntos tiene sentido, tiene valentía, tiene discordias y tiene su destino detrás de cada mirada o cada beso. Es el arte que abre los cielos e invoca lo humano; es un acto político que honra a los muertos y comparte el pan; es la imaginación y la fuerza de la conciliación que nace en el espacio infinito que vive entre pecho y espalda. Estar juntos es todo el amor.
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