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Las paradojas de Álvaro Uribe

Juan Carlos Botero
23 de octubre de 2015 - 03:01 a. m.

A primera vista, la gente no entiende las paradojas de Álvaro Uribe.

No se explica, por ejemplo, cómo un expresidente de la República, luego de una carrera tan larga y distinguida y tras ejercer el poder durante dos períodos, vuelve a unos de los primeros ruedos de la política, y no como director de una organización mundial o filantrópica, sino como senador raso en el Congreso, sujeto a peleas y debates sin fin. O por qué un líder que se siente traicionado por su ministro de Defensa se dedica durante años a entorpecer la gestión de éste como presidente, cuando después de un tiempo otros estarían listos a pasar la página por el bien del país. Uribe no. Él vive en estado de guerra con su sucesor, aunque es fácil de probar que no hubo la supuesta traición, y cuando esa actitud vengativa es indigna en un expresidente.

La gente tampoco entiende cómo un jefe que es alabado por millones se sale tan fácilmente de casillas, al punto que embiste a toda provocación sin que importe qué tan nimia sea, y al punto de actuar como un matón de esquina, gritando furioso: “Le pego en la cara, marica”. A la vez, no se explica por qué tantos de sus colaboradores son acusados por la justicia, y aunque Uribe diga que se trata de una persecución política, al destapar tantas maniobras sucias resulta claro que hay más detrás de las acciones de sus segundos que una simple cacería de brujas.

A la gente le extraña que un expresidente filtre coordenadas militares, que haga público secretos de Estado como las negociaciones con la guerrilla, o que pueda decir mentiras enormes sin pestañear, como que el país se precipita hacia el castrochavismo. Y se pregunta cómo es posible que en el gobierno de alguien que creían íntegro se haya torcido la Constitución de manera tan burda para que él siguiera en el poder, y cómo pudieron ocurrir tantos hechos criminales, como los seguimientos a las cortes de justicia, los escándalos del DAS y, peor que todo, los falsos positivos.

Lo he dicho antes: la explicación de esta conducta de Uribe es que el expresidente tiene un defecto tan grave que pesa más que todas sus cualidades juntas: no es una persona respetuosa del Estado de Derecho. Y en cuanto se entiende ese rasgo de su personalidad, de pronto tantas acciones suyas que asombran por lunáticas o extremas se tornan entendibles. En teoría él sí respeta las reglas de la democracia, pero en realidad Uribe siempre cree que hay un bien superior (más urgente o más importante) que está por encima del Estado de Derecho: ganar unas elecciones, acabar con la guerrilla, defender la Seguridad Democrática, adelantar su agenda política o proteger a sus amigos. En su filosofía el fin justifica los medios, y eso hace que él promueva o permita, con su palabra o ejemplo, actos incomprensibles y, más grave aun, inadmisibles en una sociedad civil. Entonces la gente que lo rodea, que vive hechizada con su carisma, disciplina y coraje, es, a menudo, la encargada de poner en práctica esas decisiones que no respetan las normas o las leyes, y por eso tantos terminan investigados por la justicia e incluso tras las rejas.

Y así se llega a la mayor paradoja de todas: ¿cómo es posible que el mejor presidente del país, según tantos, sea al mismo tiempo el peor expresidente de todos? Eso sí no lo entiende nadie.

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