Las realidades alternativas

Sergio Otálora Montenegro
28 de enero de 2017 - 03:17 a. m.

MIAMI.- En este momento hay una pregunta que inquieta a medio mundo: qué de lo que ocurre en la Casa Blanca, después del 20 de enero, es estrategia y qué es producto de la megalomanía, ignorancia e inexperiencia de su nuevo inquilino, el inefable Donald J.Trump.

Kellyanne Conway, gerente de la campaña que llevó al candidato republicano a la presidencia, y ahora asesora principal del mandatario estadounidense, soltó el domingo pasado un perla que le dio la vuelta al mundo a la velocidad de internet: en una entrevista, en la que era cuestionada a fondo por el periodista que presenta el emblemático programa Meet the Press –Chuck Todd- sostuvo que había hechos alternativos, es decir mentiras, como la de decir que el número de personas que asistió a la posesión de Trump fue el más grande de la historia de las juramentaciones presidenciales.

Eso, por supuesto, no es verdad, como tampoco lo es que cerca de cuatro millones de votos de indocumentados –“ilegales”– explican que Hillary Clinton haya ganado el voto popular, a pesar de que su contendor triunfó en el número de delegados al colegio electoral, que es la cifra que en realidad define quién gana la Presidencia.

Mucho menos es cierto que Estados Unidos esté tomado por el crimen (“hay que parar la matanza ya”, dijo Trump en su truculento discurso de posesión)  o que México pagaría en su totalidad la construcción de un muro en la frontera sur, que podría costar de 15 a 25 mil millones de dólares.

Son verdades o realidades alternativas. Falsedades para justificar una dirección política determinada. Atacar la noción del inmigrante que se afinca en el país, ya sea de manera ilegal o como refugiado proveniente de países en guerrea (Siria, por ejemplo), y defender una concepción racista de la sociedad, en la que el blanco no hispano se convierte en referente universal y excluye al resto, ya sea por su origen étnico, nacional o religioso. Argumentar que hay un fraude electoral masivo (o por lo menos sembrar la sospecha) para seguir obstaculizando el voto de las minorías que en dos años, de seguir este curso loco de ejercicio del poder, podrían cobrarle a los dirigentes republicanos  su apuesta por un populismo fascistoide, con odas al pueblo mientras sus falsos redentores recortan beneficios sociales vitales, como el acceso a un seguro de salud decente y barato.

La democracia estadounidense vuelve a ponerse a prueba. Ya lo estuvo en 1974 con la renuncia de Richard Nixon,  después del escándalo de Watergate. Ahora la situación es más explosiva, hay poderosos actores extranjeros de por medio (Rusia), indicios, denuncias y amenazas. Además, ya está demostrado que en la Oficina Oval se ha anidado la peligrosa combinación de estrategia voluntarista –de inventarse hechos y cifras– con la agenda parlamentaria del Partido Republicano y todo eso adobado con las salidas en falso de un hombre que podría hacerle un gran daño a la economía interna, e incluso global, y a las relaciones internacionales.

Hay gran nerviosismo dentro del partido de gobierno. La apuesta no puede ser más azarosa: juegan a que a pesar de la estulticia del supuesto líder, el proyecto republicano saldrá adelante, habrá crecimiento económico del 4 %, regreso de la manufactura al país, renegociación de los acuerdos de libre comercio, recorte exitoso de impuestos para empresas y clase media,  y pleno empleo (Obama lo dejó en 4,7 %. Trump cree que la cifra real es del 45 %, guarismo que ni siquiera existió durante la Gran Depresión ). Creen, además, que de nuevo Estados Unidos será respetado y, sobre todo, temido por sus enemigos, y que el proyecto del magnate inmobiliario en trance de gobernante reconstruirá el  poderío militar gringo, envilecido por la debilidad sin remedio de Obama, como suelen pintarlo sus más enconados críticos.

En cuestión de siete días, Trump ha emitido órdenes ejecutivas en casi todos los temas. Es decir, medidas presidenciales de obligatorio cumplimiento, que no cuentan con el concurso del Congreso, pero que pueden ser demandadas por cualquiera y pasar la prueba de fuego de las Cortes.

Aquí empezaremos a ver si de verdad este sistema puede sobrevivir incluso al más calamitoso de los principiantes que haya llegado a la silla presidencial de Estados Unidos en 240 años de vida republicana.

 

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