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Nazismo en la escuela

Sorayda Peguero Isaac
11 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.

En la primavera de 1967, en el aula C-3 de la escuela Cubberley (Palo Alto, California), los alumnos del décimo grado empezaron a estudiar un nuevo tema: el mundo antes de la Segunda Guerra Mundial.

Ron Jones –profesor de historia contemporánea, actor, escritor, guionista– quiso enfocarse en la Alemania nazi. La mayoría de sus alumnos no superaba los quince años. Un día, un joven llamado Steve Conigio, le preguntó: “¿Cómo pudo el pueblo alemán, los ciudadanos de a pie, alegar ignorancia sobre lo que estaba pasando con los judíos?” Jones no tenía una respuesta. Era joven, simpatizante del aprendizaje experiencial. Para tratar el tema de la supremacía blanca, su clase había recibido la visita de miembros del Ku Klux Klan y del partido nazi norteamericano. El profesor tuvo una idea. A partir de ese momento, sus alumnos debían hacer cualquier cosa para proteger y expandir los conceptos que pensaba instaurar en el aula. Premiaría la obediencia con notas sobresalientes. Pero si alguien se rebelaba, si se atrevía a cuestionar su experimento, sería expulsado.

Al día siguiente, el profesor Jones –que en lo adelante sería el Sr. Jones– llegó al aula con el semblante serio. Escribió en la pizarra: “Fuerza mediante la disciplina”. Cambió la disposición de los pupitres y retiró los dibujos de las paredes. Apagó las luces. Puso música Wagneriana. Le dijo a sus estudiantes que debían mirar hacia el frente y sentarse con el cuerpo recto: en “estado de alerta”. Jones había escuchado que las olas viajan juntas, y que la más fuerte de todas es la tercera. Creó un saludo exclusivo y obligatorio para los miembros de su clase. El saludo consistía en levantar un brazo y curvar la palma de la mano. Era el símbolo de La tercera ola: una célula que no aceptaría preguntas ni objeciones.

El segundo día, la clase recibió al profesor de pie. Jones se dirigió a la pizarra. Escribió: “Fuerza mediante la comunidad”. Habló sobre las ventajas de formar parte de una causa común: “Una comunidad es más importante que el individuo”, afirmó. Sus estudiantes se sentían entusiasmados. Distribuyeron panfletos en el patio de la escuela para promover la organización y atraer nuevos miembros. Estaban embriagados por un sentimiento de unidad y superación, intuían que empezaban a construir algo valioso, aunque no sabían muy bien qué era.

Cuando un reportero del periódico de la escuela trató de escribir un artículo sobre La tercera ola, dos miembros de la organización lo enfrentaron: “Me sacudieron hasta dejarme sin aliento y me dijeron que no escribiera sobre el tema”. La clase del profesor Jones sobrepasó su capacidad de oyentes: no había suficientes pupitres. Surgieron riñas entre algunos miembros del movimiento y alumnos de otras clases. Los muchachos de La tercera ola complacían los caprichos de una bestia apetente y arbitraria: el monstruo que todos llevamos dentro. Ejecutaban asesinatos fingidos. Se espiaban entre ellos (el profesor designó informantes que velaban por el cumplimiento de las reglas). La situación tomaba un rumbo insospechado para Jones, que saboreaba el néctar del poder y, al mismo tiempo, notaba cómo el control se escapaba de sus manos: “Lo que pensé que sería una práctica de un solo día, se convirtió en toda una semana de clase viviendo en el terror. Mi ego se infló, me sentí más poderoso, con más mando, y me gustó (…). Al cuarto día mi mujer me dijo: “Tienes que parar esto. Es muy peligroso”.

Con la excusa de elegir un líder, y haciéndoles creer que se trataba de un movimiento de alcance nacional, Jones había citado a sus alumnos en una sala de reuniones habilitada con circuito cerrado de televisión. Era el quinto día del experimento. La sala estaba oscura. Los estudiantes gritaban: “¡Fuerza mediante la disciplina! ¡Fuerza mediante la comunidad! ¡Fuerza mediante la acción!”. De repente, Jones salió del lugar. No apareció ningún líder. Los alumnos estaban desconcertados, confusos. Se aterrorizaron. Corrieron hacia la puerta de salida. Ahí estaba Jones. Les pidió que se calmaran y que prestaran atención a las imágenes que aparecerían en pantalla: mujeres y hombres de cuerpos esqueléticos, cadáveres que conservaban expresiones de pánico, niños mirando a través de alambradas de espinos. Los estudiantes comenzaron a abandonar la sala entre lágrimas. El profesor Jones les dijo: “No somos ni mejores ni peores que los alemanes, somos exactamente como ellos”.

 

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