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No ganar la guerra, no perder la paz

Héctor Abad Faciolince
30 de abril de 2016 - 04:46 a. m.

Lo que algunos no le perdonan al presidente Santos es que, según ellos, el expresidente Uribe le entregó el gobierno de un país que estaba a punto de ganar la guerra, y Santos, en vez de dar un tiro de gracia en la cabeza de cada guerrillero, se sentó a conversar con ellos y les dio así prestigio y estatus político.

De esta manera, concluyen, “el país claudica al chantaje del terrorismo y Colombia, al firmar la paz, pasará a ser gobernada por un régimen chavista”. Esta tesis, repetida machaconamente por el expresidente y sus aliados, merece el respeto de ser analizada.

La premisa mayor es que al final de los ocho años de Uribe, en agosto del 2010, la guerra estaba a punto de ganarse. No se puede negar que en el país que Uribe recibió de Pastrana en el 2002 había muchos más secuestros, atentados y acciones guerrilleras que en el 2010. La inmensa ayuda militar de Estados Unidos, el fortalecimiento del Ejército y el carácter guerrero de Uribe propinaron a la guerrilla grandes derrotas. Sus efectivos disminuyeron, volvieron a alejarse de las capitales y el Estado tomó de nuevo el control de las carreteras. Al mismo tiempo los barones de la tierra (gamonales, terratenientes) aceptaron desmovilizar a los ejércitos anti-guerrilla (Auc), permitiendo que el gobierno de Uribe —no otro— se encargara de la seguridad de los territorios dominados por ellos. La extradición de algunos de sus cabecillas tiene que ver con el tráfico de drogas y con el hecho de que estaban hablando más de la cuenta sobre sus aliados.

Sea como sea, la premisa mayor del uribismo puede aceptarse: la guerra se estaba ganando. Como mínimo no se estaba perdiendo, por largo que fuera aún el camino por recorrer. Aunque el Estado no estuviera a punto de ganar, Santos sí recibió una partida de ajedrez en la que el contrincante tenía menos peones, menos piezas, y estaba arrinconado atrás, en la selva. Incluso puede decirse que Santos, al principio de su Gobierno, ganó una torre más en la partida, al darle a Cano el tiro de gracia en la cabeza que la derecha reclamaba como estrategia de juego. Lo que el uribismo no perdona es que en ese momento el Gobierno, en vez de ser intrépido y dar el jaque mate, en vez de exterminarlos, les propusiera tablas, empate, y se sentara a negociar los términos en que las pocas piezas negras estaban dispuestas a ejercer la política y no la guerra.

Es verdad que Santos, en una posición ventajosa, renuncia a ganar la guerra. Lo que hay que analizar es si esto es cobarde, entreguista, blandengue, como afirman el expresidente y sus aliados, o era en cambio lo razonable, lo que debía hacerse, que es la tesis del actual Gobierno.

Para empezar, desde cuando no se mueven piezas en el tablero (tregua unilateral que, poco a poco, es una tregua casi completa), dejó de haber secuestros y hay muchos menos muertos a causa del conflicto. Si bien para algunos esto es una mala noticia, pues para ellos los terroristas no son siquiera seres humanos, hay menos muertos en la guerrilla. Pero también hay muchos menos muertos entre los oficiales y soldados, entre los policías y en la población campesina. Renunciar a ganar la guerra es ya un principio de paz, entendida como menos muertos y menos sufrimiento.

La estrategia de Santos tiene de bueno que el dolor es ahora menos que hace seis años (menos secuestros, menos muertos, menos atentados, menos combates). Pero solo se sabrá si es efectivamente sensata y razonable cuando, tras haber renunciado a ganar la guerra, su Gobierno y todos nosotros, el país, somos capaces de no perder la paz. Y no perder la paz significa cosas muy simples pero muy difíciles: que los autores de crímenes tengan al menos una dosis de castigo real y simbólico; que los exguerrilleros se reintegren a la sociedad civil sin matar y sin que los maten; y que el país siga adelante, con todos los defectos de la democracia y de la política, sin empezar de nuevo un ciclo más de nuestra guerra perpetua.

 

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